Patrulla de línea
Guillermo Rodríguez Durán | Mago

Durante esas semanas el autobús parecía el recibidor de un tanatorio. La ciudad estaba aterrorizada. El asesino de la escayola había vuelto a atacar… sin dejar ninguna pista, tan solo una cabeza cubierta de yeso y una moneda de dos en cada ojo. La policía no tenía nada, y la nada inquieta a la gente, sobre todo si viajas a las seis de la mañana con obreros y albañiles. Podía ser cualquiera. Podíamos ser todos.

Cada vez que alguien empezaba a coger el autobús se convertía en el centro de todas las miradas. Sus zapatos están limpios. Ni rastro de yeso en sus manos. Es demasiado bajito, ¿no? En las paradas los pasajeros hacían apuestas. La gente jugaba a ser detective. Todo el autobús se convirtió en un equipo de investigación andante. Los crímenes continuaron, y la policía estaba tan perdida como al principio. Sin embargo, el asesino había cometido un error: junto a uno de los cadáveres habían encontrado un billete de autobús. La desconfianza se volvió más aguda. Se prestaba atención a los gestos, a los detalles, a la suciedad de las manos.

Redacté una lista mental para estar tranquilo —sé que todos lo hicimos—, de los pasajeros. La señora que visita a su marido al hospital, los chicos que van al instituto, el carpintero que solo viaja los martes y los jueves. Este último se convirtió en el principal sospechoso. Meses atrás había llegado a España. Vivía solo. No hablaba con nadie. Cuando entraba, el autobús se convertía en un salón mortuorio. Hasta el conductor dudaba de él.

Aquella mañana estaba más nervioso que de costumbre. El conductor le dio su billete pero el carpintero había olvidado la cartera. Todos guardamos silencio. Cuando le pidió que se bajase, el carpintero se puso violento y golpeó el cristal. De pronto, a través de la luz opaca de la mañana, la señora del hospital vio un detalle en sus manos.
—Es él —ahogó un grito—, sucia rata, ¡eres tú!
El carpintero tenía masilla bajo las uñas. Encontraron pruebas suficientes para colgarle. Cuando se supo que había sido un inmigrante del gueto, la ciudad se relajó. El autobús volvió a su calma soporífera. Durante un tiempo el aburrimiento fue la única novedad.

Volvieron los asesinatos. Esta vez nadie se atrevió a hacer apuestas. Algo había fallado. Seguía suelto.
—Es uno con cinco —dijo el conductor cuando le tendí el billete—. Ha subido, amigo.
Me quedé de piedra. Le pedí que esperase. Rebusqué a la carrera y encontré una moneda en el fondo del bolsillo.
—¿Por qué siempre quieres el cambio en monedas de dos? —preguntó. Nos conocíamos desde hace años.
Intenté sonreír. Cuando me di cuenta de que tendría que añadir una moneda al billete cada vez que cogiese el autobús, pensé en dejarlo. Pero no quería. Ahora que todos habían parado de jugar, me gustaba. Por fin, tenían miedo.