PENDARIPEN OLAJAY
Rubén Montaño Garzón | El Duque Ladino

La explosión me pilló de espaldas. Preparaba una copa para Remington, que yacía con su acostumbrada bolsa de hielo en la cabeza –yo mismo se la había proporcionado una hora antes, esa vez la reunión era en mi casa– para combatir la resaca, cuando me sorprendió un ruido como el reventón de una calabaza.

Justamente eso encontré cuando me volteé: la cabeza de Remington reventada y desparramada por mi pared.

– ¡Pendaripen Olajay!- chillaba Storms, en pánico.

– Cálmate – era vital callarlo antes de que la histeria se contagiase, así que rápidamente le preparé su habitual Four Roses con cola, que apuró con ansia. Lo mismo hice con Cunningham –Wild Turkey– y Evans –un destornillador –. Torrisi, en su línea, no consintió ir más allá de un licor de uva.

Discutíamos si contarle a la Policía la historia del gitano cuando de repente Storms cayó fulminado, morado de asfixia. Todos chillaron salvo Torrisi, que callaba, imagino que en shock. Solo yo intenté reanimarlo, sin éxito.

Así fue como tuve que tomar las riendas. Mandé a Cunningham, en plena crisis nerviosa, a mí dormitorio con dos calmantes –soy químico, estas cosas sobran en mi casa– y un vaso de agua. Y finalmente abordé ante el resto el elefante en la habitación:

– Remington, cabeza reventada. Hizo su tesis sobre Abraham Lincoln. Storms, asfixiado en su vómito. Fanboy de Jimi Hendrix. ¿Debemos empezar a preocuparnos por esta mierda gitana del Pendaripen Olajay?

Me respondió Cunningham desde el dormitorio con un berrido estremecedor. Cuando entramos en tromba, descubrí lo inconcebible: su parte superior ardía como una antorcha. Las piernas estaban intactas, no obstante, y con ellas corría desesperadamente por todo el cuarto.

Tras sofocar el fuego con unas mantas, constatamos su muerte.

– Como su querida Juana de Arco – gimió Evans.

Así que así quedaba: nos lo creíamos. Un incidente el día anterior a la salida del restaurante con un viejo gitano, unos movimientos extraños y unas palabritas en caló habían bastado para esta escabechina.

Fuimos a buscarlo, por supuesto. No fue difícil encontrarlo y convencerle de que nos quitara el puto Pendaripen por dos millones de dólares, que por ahora deberían salir de los fondos de Torrisi, el más acomodado de los que quedábamos en pie. Tras hacerle entrega poco después de un maletín, hizo otro par de pases de feria y pum, se acabó.

Todo esto fue hace cinco días, rememoro desde los aseos del aeropuerto, donde espero…

….

… ¿Por qué estoy atado? ¿Y este dolor de cabeza?

– Casi lo logras, gran químico –dijo Torrisi desde atrás –. Cloratita en la bolsa de hielo detonada a distancia, cianuro en el Four Roses, hidruro de litio en el Wild Turkey, inflamable con el agua… Todo conchabado con el gitano para repartiros mi pasta. Pero yo también he hecho mis deberes…

Se abre la puerta y entran dos mastodontes de lo más ceñudo.

– … hasta tus trabajos escolares he llegado. Así que Rasputin. Envenenado, tiroteado, apaleado, castrado, enterrado vivo, ahogado y violado. Os pagaré horas extra, muchachos.

Empiezo a gritar.