Los vecinos de un mismo edificio. Uno en el que el gato del camarero del tercero vomitaba bolas de pelo en la terraza contigua; donde los niños del quinto, chillones y maleducados, orinaban en la piscina comunitaria; uno de esos en que la del sexto ponía la televisión a todo volumen a las cinco de la mañana o amenizaba los despertares del fin de semana con un popurrí de divas de la copla. Los interrogatorios de la detective Buenaventura habían destapado un malestar generalizado. Pero el muerto no era ni el dueño del minino, ni los padres indulgentes, ni la de los altos decibelios. Lo insólito era que la víctima fuese el único inquilino que rompía la norma. Saludaba, pagaba a rajatabla las derramas, ayudaba a subir la compra si alguien iba demasiado cargado… Era tan perfecto que Buenaventura sospechó de inmediato.
Aunque Marga Buenaventura apenas había iniciado su carrera, se aferraba a sus primeras impresiones. Y a Marga el instinto le decía que era extraño que un individuo así no se quejara del comportamiento incívico del resto. Ella misma detestaba a su vecina de arriba, que tendía la ropa chorreando y sacudía la alfombra sobre las coladas ajenas.
A juzgar por el calendario del finado, este andaba muy ocupado en actos de caridad. En la parroquia cercana pasaba por santo, tanto que sor Angelines, una monjita nonagenaria del convento adjunto, le había regalado una gran bandeja de buñuelos, según la portera. De hecho, la susodicha los repartía entre los feligreses, ya que el camarero del tercero le había dado a probar uno de una cajita que también llevaba el sello de la orden religiosa. Tanta solidaridad atufaba a tapadera, así que el equipo de la comisaría se puso a investigar. Marga había apuntado en la dirección correcta. Toda la parafernalia altruista ocultaba una trama de estafas a las personas vulnerables que acudían a las cenas solidarias o a los bingos benéficos del vecino ejemplar.
¿Y el asesino? Los afectados no sabían del engaño. La organización todavía no había dado sus frutos y los vecinos de escalera no eran los damnificados. Lo único en común que habían hallado en todas las residencias de la finca eran los buñuelos de Cuaresma de sor Angelines. La detective Buenaventura le hizo una visita. Cuando le dijo lo buenos que estaban sus buñuelos la hermana cambió de actitud y preguntó frotándose las manos: «Pero ¿no habrá comido más de uno?». El apellido de Marga le daba suerte, y su poca afición al dulce la había salvado de unos memorables retortijones. Sor Angelines aparentaba estar fuera de este mundo y, en cambio, lo sabía todo de todos, ¿cómo? Nadie imaginaba que utilizaba un audífono comprado por Internet para escuchar las quejas y pecados del confesionario. Así decidía a quien regalar sus masas azucaradas y qué dosis de «dulzor» aplicar. Penitencia vecinal, lo llamaba ella. El forense confirmaría el envenenamiento. Al interfecto le había condenado un remordimiento tardío.