Su cama estaba deshecha cuando miró por la ventana, hacía frío y el vaho del cristal le recordó que debería ponerse gorro y guantes térmicos.
Echó el agua a hervir en el calentador automático, se enfundó en su cortavientos dispuesta a hacer lo que más le gustaba: correr sin mirar el reloj mientras la acompañaba su habitual pensamiento intrusivo de dejar de ser.
Como siempre, sintió su corazón cabalgar al ritmo de la música de sus auriculares, sonrió en su fuero interno pero, de repente, todo se volvió oscuro, una ceguera negra apagó su conciencia.
Al recobrar el sentido, intentó mover sus brazos y sus piernas, pero no sentía nada más allá de un dolor punzante en su sien.
Sus gritos le rasgaron el pecho desde el estómago hasta la garganta.
Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Nadie. Solo ella. Solo su cabeza inmóvil, sus extremidades dobladas, dormidas.
Segundos, minutos, horas gritando, buscando con sus dedos algo que pudiera tocar más allá de su propia piel.
Los auriculares aún seguían en sus oídos, lo supo cuando sintió que algo resbalaba por su cuello hasta quedarse atascado en su regazo. Estaba sentada, atrapada en un cubículo lo suficientemente pequeño para dejarla inmóvil, para que el aire no durara mucho.
La vena de su frente comenzó a palpitar luchando por llevar la cadencia de su corazón desbocado agolpado en la garganta al saberse petrificada.
Sus rodillas y codos empezaron a enviar a su cerebro un dolor lacerante, las fibras de sus articulaciones se rompían y sus gritos envolvieron de nuevo su existencia.
¿Quién, quién podría tenerla encerrada al borde del colapso mental y físico? Ella era solitaria y callada, organizada y cuadriculada, ¿quién había descifrado su enfermiza y tórrida rutina?
Solo ella lo sabía, solo ella se veía a sí misma correr por ese callejón desde las 20:00 horas. Un minuto diferente cada día durante 5 eternos minutos, los 5 que le robaron las ganas de vivir el día que la agredieron.
20:01, los lunes; 20:02, los martes; 20:03, los miércoles; 20:04, los jueves y 20:05, los viernes. Así durante años para nunca olvidar, para recordar que cada minuto de vida contaba, aunque no tuviera nada que contar.
¿Quién?
Con los ojos cerrados suspiró con rabia, con desconsuelo, con tristeza. Sus manos le hormiguearon, el calambre de sus pies despertó sus sentidos, abrió los ojos.
El agua empezaba a hervir detrás de ella mientras miraba por la ventana en dirección al callejón, era martes, las 20:03. “Hoy no”, se dijo como un mantra. Se desvistió, se bebió un té y decidió que mañana sí saldría, nada ni nadie se lo impediría, salvo ella misma un día y otro día hasta que no le quedaran más minutos que contar.