Perdido
Lucía Martínez | Benen

Perdido. Se busca. Y su parda mirada subrayando aquellas funestas apelaciones. Unos ojos de hombre sin rumbo, desamparado, rendido ante una sentencia azarosa y ante un infortunio veteado de una atrocidad encarnada.

Se busca. Una descripción breve. Metro setenta. Moreno. Falta lo más importante. Que describan su mirada. Esos ojos grisáceos, de hombre extraviado, son su signo más distintivo. Esos ojos vacíos, conocedores sin duda del inminente fin que les acechaba. Y debajo, un teléfono. Esos nueve dígitos encierran un anhelo huérfano, una yerma espera sin principio ni fin, un insomnio perenne y un terror carmesí.

“Volvía a su casa de una noche de fiesta, pero nunca regresó”. Apunté aquella frase del telediario. Me gustaba. Sonaba a pesadilla por comenzar, a microrrelato ácido, a historia a medio acabar que invita a ser completada con terrores propios. Y al dejar caer el bolígrafo en el papel, volvió su mirada, compartiendo el protagonismo televisivo con varios interlocutores anónimos cuya aparición constituía un mero intento fallido de dar por cerrada una historia vacua, hambrienta de protagonista. Apagué el televisor. Metí aquella nota en el bolsillo. Me esperaba mi desayuno en Lamucca. Escribir con un buen café con leche caldea mi sinceridad ante el papel y me ayuda a invocar demonios escarlatas y a esbozar historias que inspiran el desvelo.

En la comisaría, cada uno formulaba sus acusaciones. Hagan sus apuestas, inspiradas por el insomnio amodorrado que produce el café. “Fue su pareja”, la apuesta favorita; retales maritales disgregados por aquel mutis dramático e inoportuno. “Fueron sus compañeros”, con quienes compartía delitos y trapicheos menores, pecados triviales e insípidos. “Fue su hermana”, única heredera de sus posesiones. “Fue su amante”, en un ataque de afecto receloso. “Fue un ajuste de cuentas”, un desquite que mitigó aquellos ojos, ahora carne de la intemperie, del sol de noviembre, y del céfiro de la indiferencia. Porque siempre un espíritu magnánimo resolvía aquella acalorada discordia con un frígido suspiro, concluyendo: “fuera quien fuera, seguro que se lo buscó”.

Pero su muerte llegó sin encontrar al verdugo.
Su cuerpo fue encontrado en el preludio de la noche, cuando el crepúsculo se desleía en fisuras bermejas, estrías celestes de sangre. Las palabras de mi compañero fluían con adusto desasosiego, instándome a acudir con celeridad a examinar el cadáver. Y mientras fingía escucharle, al mirarme en el espejo, creí ver aquella mirada inquisidora incrustada en mi nuca. Colgué y sonreí. Desafié a aquellos ojos a hablar, a señalarme cual reo. Pero no. No podía. Estaba muerto. Respiré hondo y me acerqué al espejo. Arrugué el rostro en una mueca de asco, miedo, tristeza…
Fruncí el ceño. No resultaba convincente. Tenía unos quince minutos para ensayar qué expresión adoptaría al ver el destrozo que yo mismo, días atrás, le había hecho a aquel hombre.
Mi gesto de duelo debía ser verosímil, perfecto; debía empañar mi encarnada determinación. La práctica hace al maestro. Y yo esperaba seguir repitiendo aquel fariseo gesto durante mucho tiempo.