Se acercaba la medianoche, la brisa hacía crujir las ramas del linde del bosque. Agazapada tras un roble, la inspectora Andrea Santana de la Policía Nacional esperaba junto a su compañero Julián. Ante ellos se extendía una pradera con unas pocas cabañas de pastores. Bajo la luz de la luna podían intuir sus contornos, mientras escuchaban a lo lejos los cencerros del ganado.
El sonido de un motor sacó a los policías de su espera. Un coche subía por la serpenteante carretera en dirección a las cabañas. Por fin, tras dos años persiguiendo a uno de los sicarios más escurridizos, Andrea había conseguido descifrar el lugar de una reunión entre los narcotraficantes que operaban en Galicia, a la que estaba invitado. El coche se detuvo junto a una de las cabañas y dos hombres salieron a recibir a los recién llegados mientras tres abandonaban el vehículo
Era la hora, los agentes salieron de su escondrijo y se aproximaron a la cabaña. Andrea, alta y fornida, en cabeza, Julián, delgado y atlético, la seguía de cerca. No tenían refuerzos, la realidad era que no merecía la pena detener a un asesino de narcos, muchos opinaban que les estaban haciendo un favor. Tan solo los inspectores habían empezado a perseguirlo después de una docena de asesinatos con el mismo patrón: reuniones que terminaban en intercambio de balas. Y desde entonces parecía que fuese varios pasos por delante, aún no sabían para quien trabajaba realmente.
En silencio, habían llegado al muro norte de la cabaña, ni siquiera se habían molestado en apostar un guardia. Andrea gateó bajo una de las ventanas, el cristal estaba tan sucio que casi no dejaba escapar la luz del interior. Las voces de los criminales se escuchaban a través de las grietas de la vieja cabaña. Parecían muy calmados, casi alegres, riéndose y bromeando. Julián la siguió hasta la puerta. Aquellos idiotas la habían dejado abierta. Al verlo, la inspectora se desilusionó. No creía que el sicario al que perseguían cometiera tantos errores.
Los policías se apostaron a la entrada, con las pistolas preparadas. Confiaban que al irrumpir con fuerza en la sala y encañonarles se rendirían. Andrea abrió la puerta con sigilo y avanzó lentamente por un pequeño pasillo a oscuras hacia la habitación de donde provenían las voces. Un fuerte golpe en la nuca la tumbó contra el suelo. Alguien les había cogido desprevenidos por la espalda.
Mareada, Andrea distinguió el sonido de disparos y tras unos instantes se recompuso y entró en la sala. Julián había eliminado a los narcotraficantes, cuatro de ellos yacían sobre una mesa central y registraba a uno en la puerta. La inspectora se acercó a investigar los cuerpos de la mesa y se percató que ninguno se había levantado o desenfundado.
Una detonación a su espalda la sacudió. Sangrando, se dio la vuelta. Julián le había disparado con la pistola de aquel tipo. Él era el asesino de narcos, había eliminado a aquellos hombres y ahora había acabado con ella.