—Mató a mis cachorros, ¿qué otra cosa podía hacer? —Se defendía Hugo ante el detective Prestua en el confesionario de la comisaría.
—Bidezkoa, ¿usted se da cuenta de la gravedad del asunto? No puede matar solo por el hecho de que le hayan matado a sus…
—¡Pero era un animal salvaje! —dijo interrumpiendo— ¡Indomable! ¿Sabe usted que la gente del pueblo sospecha de que también mató a sus crías? Alguien tenía que hacer algo, y ese alguien era yo.
—¿Cómo que la gente del pueblo?
—A los Aramburu se les perdió una cachorra hace unos meses, los García encontraron a uno de los suyos muerto cerca del arroyo, y esto no viene de ahora, hace años que han estado desapareciendo crías de cualquier especie. Pregúnteles y verá que no miento.
Prestua suspiró.
—Mis cachorros eran especiales, de pura raza, hoy eran pequeños, pero algún día se harían fuertes y podrían ayudarme con el ganado. Ya no puedo contar con eso ahora, por culpa de ese…de esa…fiera.
El detective lo miraba perplejo.
—Igualmente, ¿no entiendo porque tanto lío por un animal?
Golpearon la puerta y Prestua salió.
—Ya están los resultados del psiquiatra que trató a Bidezkoa —le dijo su colega.
—¿Distorsión de la realidad?
—Al parecer tiene psicosis, una especie de esquizofrenia paranoide y trastorno delirante que hace que vea las cosas de otra forma y no de modo real.
—Entiendo, quizá sea postraumático.
—Es posible, pero con este resultado, es posible también que la defensa alegue enfermedad mental y no vaya a prisión, podrían recluirlo en un centro psiquiátrico.
Prestua miró a Bidezkoa por la pequeña ventana de la puerta; parecía tranquilo, pero con la mirada vacía hacia un punto inexacto. No había tomado el asesinato de sus hijos como el resto de los padres suele hacer. Había hecho lo que él creía que era justo, para él y para los demás. Claro, inconscientemente.
Y ahora a Prestua le cerraba. Ahora entendía por qué el pueblo llamaba «justicia poética» al acto de un hombre que había matado a otro hombre.