Plantas de Exterior
Lucila Juliá | Tinta Brava

Las cigarras deben de haberla visto. Por eso gritan despavoridas, en el jardín de la casa de su mamá. Margot, de pie y bañada en sangre, busca testigos en el verde. Es una de esas noches de verano en donde el calor no la deja pensar. Fue culpa del calor, y del canto de las cigarras, que la dejó aturdida. O eso se dice a sí misma. El aire es tan espeso que le empuja los pulmones.

En la oscuridad, distingue una araña, de patas largas y peludas. Puede sentir sus ojos clavados en ella. Se pregunta cuántos ojos tiene una araña. Consigue distinguir ocho. Busca su reflejo en cada pupila, como si fueran pequeños espejos. Margot intenta ver detrás de la sangre. Quiere saber si queda alguien ahí debajo. El manto colorado que ahora la recubre ha hecho desaparecer a la chica que solía ser, sus sueños y su porvenir. Se llevó, también, la angustia que se le atragantaba en la garganta cada vez que su madre abría la boca.

Margot aplasta a la araña entre su dedo índice y su pulgar. Continúa recorriendo el patio como si se tratase de una jungla, con el sigilo de un felino salvaje. Presta atención, es importante que no se le pase ningún detalle. El césped, indomable, le llega a los tobillos; y la hiedra viste las paredes del fondo de uniformado camuflaje. Escucha como los grillos le chistan horrorizados, ve como los caracoles se esconden en su concha para no verle la cara, y espía a los escarabajos, que bajo su armadura, tiemblan de miedo. Las cigarras, insolentes, siguen aullando.

Repara un instante en las “alegrías del hogar”, recién plantadas. Sonríe, le resulta graciosa la ironía. A esta casa le sentaría mejor unos cactus filosos, piensa. O plantas carnívoras ávidas de hincar el diente en su víctima. Margot se siente suculenta, resistente a los climas más áridos, es gruesa y suave por fuera, y acumula impulso en su interior. Hoy, sin planearlo, floreció su venganza.

La humedad viscosa la recubre como un halo de luz. Su cabello ya teñido de rojo, empieza a volverse duro, con la sangre seca pegada a su sien. Decide purificarse en la piscina de lona. Entra en ella como quien se adentra en un río. El agua le llega hasta la cintura. Primero se arrodilla, y mira al cielo. Piensa en pedir perdón, pero no lo hace. Por último, se sumerge por completo. Sólo en ese momento enmudecen las cigarras de sus oídos. Cuando no puede aguantar más la respiración, Margot saca la cabeza y traga el aire con hambre, se relame los labios, que tienen gusto a metal. Piensa en ocultar el cuerpo en el compost. O quizás quemar los restos, como quien quema las malas hierbas y el césped seco.

Esa mañana, el detective Rodríguez se despertó en el momento exacto en que un mosquito le pinchaba en la frente. Más tarde, en la escena del crimen, la roncha hinchada le seguía picando.