Podríamos Amarla
José Ramón Gómez Otero | Ramón Otero

El Bogart es un antro. Luces tenues, humo de cigarro, whisky barato… pero ella está al piano. Bajo
un foco, rodeada de oscuridad, arranca melodías que me recuerdan un pasado demasiado lejano. Toca con
los ojos cerrados, los pies descalzos y la melena peinada a un lado. Si tuviera corazón, si todavía me
quedase algo, ya me habría enamorado.
Pero no me queda nada, pues todo lo que tenía, esta ciudad me lo ha arrebatado.
La mesa de mi despacho está llena de carpetas. Cada una de ellas es una vida que ha terminado por
culpa de un asesino del cual no tengo más que un ligero rastro. En cada una de las chicas que viola y mata
a punta de navaja, vierte una pizca de azufre en sus labios.
Y como si el Destino supiera de quién estoy hablando, por la puerta del Bogart entran dos agentes
uniformados.
—Inspector… Lo están buscando.
Apuro mi vaso y miro una vez más al escenario. «Podríamos amarla» me digo antes de salir y
montarme en un patrulla desvencijado.
Bajo la lluvia, cruzamos la noche hacia el puerto y nos detenemos tras una nave abandonada. Entre
dos contenedores hay un cuerpo tirado. Tiene las bragas por los tobillos y aparenta veinte años. Sus ojos
son verdes y hay azufre en sus labios.
—Era guapa… —dice la forense a mi lado.
Y lo era. Pero ahora está muerta. «Tan muerta como sus sueños».
Una semana más tarde me llega el chivatazo.
—Hay un tipo raro viviendo en la vieja fábrica de neumáticos… —Me lo cuenta un camello del tres
al cuarto, confidente hace años.
Es martes por la noche y la niebla rodea la vieja fábrica cuando me acerco movido por un pálpito.
Cruzo por una ventana rota y en un rincón veo un enorme montón de azufre acumulado. La nave apesta a
huevos podridos y mi instinto me susurra algo. «Ten cuidado», creo que dice, pero ha tardado demasiado.
Siento el golpe en la nuca y como algo cruje. Pienso que ha sido mi cráneo pero veo el madero en
sus manos. Es alto y delgado. Se abalanza sobre mí, y ambos caemos rodando. Tiene los ojos negros y
apesta a tabaco. Me pega un cabezazo y mi vista se nubla. Me quedo aturdido y siento como del bolsillo
saca algo. Trato de detenerlo pero me alcanza en el costado y un frío me atraviesa de lado a lado. Suelto
el aire, echo mano a mi funda y casi sin sacarlo, disparo mi revólver a bocajarro. Una, dos, tres veces.
Directo al vientre mientras me mira incapaz de comprender qué ha pasado.
Se trata de incorporar, pero tropieza cayendo sobre la montaña de azufre. Miro la navaja clavada en
mi costado. No tengo teléfono para pedir ayuda, y si la saco me desangro. Él yace muerto a mi lado, y yo
me quedo allí tumbado.
Entonces pienso en ella tocando en el Bogart.
—Podríamos amarla…—me susurro.
Y sonrío mientras me relajo.