POSESIÓN
MAICA FERNÁNDEZ PEDRAZA | MARISMA

Pablo Delafuente no era un hombre muy comunicativo, pasaba por ser una persona seria y reservada, tranquila. No muy alto, unos 35 años, y, aunque el pelo castaño ya le raleaba, podría decirse que tenía un rostro atractivo de ojos oscuros un poco huidizos, eso sí, y facciones regulares.
Nacido en provincia, trabajaba en Valencia como empleado de banca desde hacía 5 años. Vivía solo en un piso del casco antiguo de la ciudad. Era respetado por sus vecinos y considerado un hombre solitario. No se le conocían parejas con las que se hiciera ver. Tampoco se le conocían aficiones particulares.
Hasta que el lunes pasado, muy temprano por la mañana, un coche policial aparca delante del número 7 de la calle Calabazas. Dos policías de paisano entran en el bloque, suben por la escalera, al llegar al 5º B, donde Pablo vive, llaman enérgicamente a la puerta. Nadie abre. Insisten, golpean más fuerte, pero sin resultado. La policía decide abrir la puerta. Pasan corriendo al interior, nadie. Cuando llegan al salón sólo ven los visillos ondeando con el aire de la ventana, el balcón está abierto. Demasiado tarde. Cuando llegan al balcón se asoman y ven el cuerpo de Pablo que yace en el suelo sin vida.
En los días siguientes, a través de la prensa, se sabrá con todo lujo de detalles la historia de Pablo.
Pablo Delafuente, que fue un niño alegre y comunicativo, a partir de los 12 años se transformó en un adolescente tremendamente tímido e introvertido. De adulto, esto lo condujo a abandonar el pueblo para ocultar su homosexualidad, creyendo que en una ciudad grande podría encontrar más fácilmente una persona con la que realizarse amorosamente. Y así fue durante un tiempo.
Los últimos dos años, él había estado frecuentando una sala de fiestas, “La Malvaloca”, a las afueras. En este lugar actuaba Martirio, artista cubano con un repertorio cabaretero y picante de salsa, guaracha y chachachá que encendió la pasión de Pablo, a quien Martirio, sabiéndose deseado, dedicaba con gran picardía muchas de sus canciones. Y Pablo, sin experiencia ni escapatoria, quedó atrapado en esa red amorosa.
Al cabo de un tiempo, Martirio se encaprichó de otros clientes. Pablo, incapaz de aceptarlo, siguió yendo a la Malvaloca, emborrachándose noche tras noche para tomar valor y reconquistar el amor de Martirio quien se burlaba cruel y públicamente de él.
El domingo, al límite fatal de su dignidad, Pablo fue al local sin entrar; esperó a que Martirio terminara su número. Cuando este iba a meterse en el coche, se acercó por detrás, sacó una pistola y le disparó un tiro en la cabeza. Después regresó a su casa.