Piel blanquecina, mofletes rosados, ojos color miel y pelo lacio a la altura de la cadera. Una
personalidad simple y encantadora siempre acompañada de una sonrisa alegre. Alta para las de su edad y de complexión delgada, esa es mi hermana mayor, Dara.
Con quince años, las mejores notas en su clase, más de diez medallas de oro en patinaje artístico y varios conciertos de violín a sus espaldas, Dara es el orgullo de nuestros padres.
Siempre la he admirado. Intenté ser como ella, y cuando, por fin aquel diecisiete de enero me titulé como ganador con el equipo de debate, cuando por fin conseguí enorgullecer a nuestros padres, ella se enfadó conmigo. No me habló durante días. Más tarde descubrí que nuestros padres, por estar en mi evento, no acudieron a su competición autonómica.
No lo comprendía. ¿Se había enfadado porque, por una vez, no habían estado ahí? Nunca estaban ahí para mí. Descubrir el porqué de su enfado me guio a este también.
Una noche, no muy convencido, intenté iniciar una conversación con ella. No salió bien. Dara no quiso entrar en razón y salió de la habitación para no volver. Y dejó la estufa, que solía apagar todas las noches, encendida.
*
Al principio pensaba que había sido un accidente, al fin y al cabo, una intoxicación por monóxido de carbono es normal cuando la estufa es ya vieja. Sin embargo, lo que nunca te imaginas es que haya sido a propósito. Pero, tras observar a Dara acomodarse en mi lado de la habitación con una sonrisa burlona y no escucharla nunca lamentarse por mi muerte, comprendí que nunca fue un accidente.
La personalidad risueña y encantadora de mi hermana se transformó en una reservada e inexpresiva. Ahora era distante, no hablaba y aunque todo el mundo pensó que era por mi muerte, ella sabía que las conversaciones siempre son peligrosas si se quiere esconder alguna cosa.
Sobre todo, si lo que escondes es el vil asesinato de tu hermano.
La imagen de niña perfecta e inocente que tenía mi hermana le permitió no ser descubierta nunca.