Primero mata. Luego, esfúmate
Fernando Olalla Merlo | Paulino Gervás

Le sostuvo la mirada mientras los ojos de aquel desgraciado se velaban con ese lienzo translucido que certifica la muerte. Finalmente dejó de jadear, de respirar. Era su tercer asesinato, el que más había disfrutado. El tipo no merecía más, tan solo una muerte sórdida y dolorosa. Un ingenuo que le había citado en su oficina, un despacho funcional pero pretencioso. Que si un ordenador cuántico, una impresora tres-de, mobiliario nórdico en acero y cuero blanco. – ¿Te gusta? – Le había preguntado. – ¿Qué si me gusta? ¿De qué te sirve ahora todo eso?, de nada, estás muerto. Yo te he quitado la vida -. Embaucar a fulanos como este le resultaba sencillo, bastaba citar tres lugares comunes, dos tópicos, y adornarlo con lenguaje vacío y pedante: entornos virtuales, cambio de paradigma, tecnologías digitales avanzadas. Jerga para fantoches. Incluso el muy imbécil había fabricado con su impresora de mierda el arma con la que iba a morir. – ¿Un crucifijo románico? ¡Por supuesto que se puede hacer! – Ahora sí te queda bien el crucifijo, ensartado en tu cuello y teñido de sangre -. Ya no brilla ese color oro viejo, el rojo ennegrecido de la sangre casi coagulada le da un aspecto sucio, pringoso. Su tercera víctima, y no planeaba parar. La descarga de adrenalina era brutal, como un pinchazo de heroína bajo la lengua. Disfrutaba. No había de qué preocuparse, ni tener prisa, podía quedarse allí, satisfecho, el tiempo necesario. Muchos no lo entenderían, no comprenderían por qué experimentar paz, incluso placer después de asesinar a un mediocre como el que ahora le contemplaba con ojos vidriosos. Le aguantó la mirada. Una sensación diferente, unos ojos abiertos por el terror que ya no parpadeaban. Todos los ojos parpadean, estos no. No lo harían más. Una lágrima resbalaba lentamente camino de la oreja. La recogió con su dedo y se la llevó a la boca. No sabía a nada. Ese era el problema. La muerte no sabía, ni olía, y él quería sentir su fetidez. No hay nada más evocador que un olor. Lo había comprobado apenas unos días atrás cuando acudió a la tarde de padres al colegio de Nico. Primaria. Olía a pinturas al agua, a plastilina. Bastó aspirar ese repertorio de fragancias para volver a su infancia. Pero en este despacho no olía a nada. Una contrariedad, seguramente temporal. Pero no podría revivirlo. Permaneció disfrutando. Las dos veces anteriores había salido corriendo, huyendo como un miedoso. Hoy ya sabía que nadie le perseguiría, nadie podría nunca averiguar quién o por qué. Estaba limpio. Tan sólo tenía que cerrar el ordenador, desconectar las gafas y marcharse a ver una serie con su mujer. Mañana por la tarde volvería a conectarse, entrar en ese maravilloso universo artificial del más allá, ese metaverso donde ajustar cuentas con la humanidad inane, con el avatar de algún pusilánime. Por una vez apreciaba ese progreso que fabrican las máquinas, los chips, los servidores y el anonimato. Presionó el off.