La iluminación de las farolas inundaba toda la avenida de adoquines. La gente se agolpaba para disfrutar del ambiente mientras las bandas de jazz reverberaban con todo su talento dentro y fuera de los clubs. Yo me encontraba en Nueva Orleans por motivos muy distintos; había acordado una cita con la mujer que me había arrastrado al mismo infierno.
El lugar donde me había citado era espectacular; se notaba que el dinero no era uno de sus problemas. La terraza del edificio tenía vistas al río Mississippi, elegantemente decorado con plantas y macetas varias, mientras se oían unos acordes de saxofón provenientes de una victrola. Ella estaba ligeramente encorvada, con un vestido rojo largo y entallado que hacía muy fácil imaginar que había debajo. Me esperaba fumando un cigarrillo. Me miró con esos ojos negros enormes y vacíos, y me invitó a que fumara a su lado.
—¿Estás sola? —Pregunté.
—Claro, como acordamos.
Encendí mi cigarro y me quedé embelesado observando la belleza de la mujer que tenía a mi lado. Le prometí que la protegería, una promesa que ahora parece vacía. No podía olvidar todo lo sucedido.
Yo era un simple detective privado cuando nos conocimos, cuando vino a encargarme el trabajo de protegerla de su marido y sus secuaces. Una mujer aparentemente frágil, víctima de los chanchullos de su despreciable marido y de todo lo que se traía entre manos.
Interrumpí mis pensamientos cuando soltó su cigarrillo y me besó en los labios. Era espectacular, y todos los órganos de mi cuerpo vibraban al unísono. Le quité el vestido lentamente e hicimos el amor allí mismo. Estaba en un ambiente idílico y mi mente seguía empeñada en estropearlo.
Cuanto más indagaba en el caso de su marido, más poder e influencias notaba. Él, un gánster gordo en todos los sentidos, tenía más mando en el gobierno que el mayor mandamás. ¿Cómo podía yo, un simple detective, proteger a esa mujer de semejante tipo? Pues por mis cojones. Llegué hasta él, y no hizo falta más que una conversación para cambiar la vida de Anna y la mía misma.
Y allí, abrazados, fumando cigarro tras cigarro, observando el reflejo de la luna en el río, me dijo que me quería.
Una lágrima se escapó y avanzó deprisa por toda mi mejilla. Yo también le dije que la quería y la besé de nuevo. Me atavié la gabardina y me puse el sombrero como un buen galán. Saqué el arma del bolsillo y disparé.
Estoy seguro que ella no se dio cuenta de nada. Murió feliz amando a un hombre nuevo, llena de esperanzas y sueños. No llegó a sospechar el trato al que llegué con su marido. Hace tiempo que olvidé mis principios.