Principios
Miguel Ramis Ligero | Ramiscamara

La iluminación de las farolas inundaba toda la avenida de adoquines. La gente se agolpaba para disfrutar del ambiente mientras las bandas de jazz reverberaban con todo su talento dentro y fuera de los clubs. Yo me encontraba en Nueva Orleans por motivos muy distintos; había acordado una cita con la mujer que me había arrastrado al mismo infierno.
El lugar donde me había citado era espectacular; se notaba que el dinero no era uno de sus problemas. La terraza del edificio tenía vistas al río Mississippi, elegantemente decorado con plantas y macetas varias, mientras se oían unos acordes de saxofón provenientes de una victrola. Ella estaba ligeramente encorvada, con un vestido rojo largo y entallado que hacía muy fácil imaginar que había debajo. Me esperaba fumando un cigarrillo. Me miró con esos ojos negros enormes y vacíos, y me invitó a que fumara a su lado.
—¿Estás sola? —Pregunté.
—Claro, como acordamos.
Encendí mi cigarro y me quedé embelesado observando la belleza de la mujer que tenía a mi lado. Le prometí que la protegería, una promesa que ahora parece vacía. No podía olvidar todo lo sucedido.
Yo era un simple detective privado cuando nos conocimos, cuando vino a encargarme el trabajo de protegerla de su marido y sus secuaces. Una mujer aparentemente frágil, víctima de los chanchullos de su despreciable marido y de todo lo que se traía entre manos.
Interrumpí mis pensamientos cuando soltó su cigarrillo y me besó en los labios. Era espectacular, y todos los órganos de mi cuerpo vibraban al unísono. Le quité el vestido lentamente e hicimos el amor allí mismo. Estaba en un ambiente idílico y mi mente seguía empeñada en estropearlo.
Cuanto más indagaba en el caso de su marido, más poder e influencias notaba. Él, un gánster gordo en todos los sentidos, tenía más mando en el gobierno que el mayor mandamás. ¿Cómo podía yo, un simple detective, proteger a esa mujer de semejante tipo? Pues por mis cojones. Llegué hasta él, y no hizo falta más que una conversación para cambiar la vida de Anna y la mía misma.
Y allí, abrazados, fumando cigarro tras cigarro, observando el reflejo de la luna en el río, me dijo que me quería.
Una lágrima se escapó y avanzó deprisa por toda mi mejilla. Yo también le dije que la quería y la besé de nuevo. Me atavié la gabardina y me puse el sombrero como un buen galán. Saqué el arma del bolsillo y disparé.
Estoy seguro que ella no se dio cuenta de nada. Murió feliz amando a un hombre nuevo, llena de esperanzas y sueños. No llegó a sospechar el trato al que llegué con su marido. Hace tiempo que olvidé mis principios.