Próximo tren…
LUCAS FERNÁNDEZ-HONTORIA PELEGRINA | Javier Olabarri

Entró en la estación de metro arrastrando los pies. Estaba cansado. Le pesaban mucho los pies. A su paso iba dejando un charco de barro sobre ese suelo marmóreo que da un falso toque de distinción y elegancia a esa cloaca. Había estado lloviendo incesantemente toda la tarde y no había un alma en la estación sin paraguas ni manchas de humedad en la ropa.

«Próximo tren en tres minutos»

Se dirigió al extremo del andén. Aquel por el que haría su entrada el metro. Le gustaba verlo llegar, dos faros de luz rompiendo la oscuridad más absoluta al fondo del túnel. Se quedó un rato mirándolo y asintiendo en silencio, pensando en lo ciertas que eran aquellas palabras de aquel filósofo al cual no conseguía poner nombre. Era ¿alemán? ¿austríaco? No era importante. Lo importante era el abismo. El abismo que le devolvía la mirada como si en silencio supiera sus más profundos secretos.

Le gustaba colocarse más allá de la línea amarilla de seguridad. Aquella que no debía cruzarse por riesgo a resbalar y caer en las vías. A veces pensaba en ello. En las vías. En caer. En ese segundo de pánico hasta que todo termina. En saltar. En hacerlo todo desaparecer.

Y de pronto se hizo la luz. Y el sonido. Un silbido y el tren invadió el andén llevándose consigo sus pensamientos suicidas. Iba acompañado de una ráfaga de viento que todo lo revolvía a su paso. Le encantaba esa ráfaga de viento que le obliga a uno a dar un paso atrás para recobrar el equilibrio. Le encantaba la sensación de inestabilidad. También le encantaba sentir el vagón deslizándose a pocos centímetros de su nariz, casi como un caricia, casi como un beso. Finalmente, el metro detuvo su avance y las puertas, con un sonido esta vez bien molesto, se abrieron.

Al entrar, creyó encontrarse con las miradas acusadoras de los viajeros. Las necesitaba. Necesitaba sentirse juzgado. Saber que podía ser descubierto en cualquier momento. Pero sus esperanzas quedaron frustradas. Cada pasajero se encontraba demasiado absorto en sí mismo. En sus periódicos, teléfonos móviles, libros, y demás dispositivos, ideados con el único propósito de evadir la mirada del otro.

¡Ay si tan solo hubieran mirado!

Si tan solo se hubieran dignado a levantar la mirada, podrían haber visto el ligero arañazo que cruzaba su mejilla, con la piel rosa, brillante y algo edematosa, que acusaba su reciente origen. También se habrían podido fijar en las marcas distribuidas en grupos de a cuatro que comenzaban a entreverse a los laterales de su cuello. El botón del ojal de su trenca permanecía unido a esta apenas por un hilillo fino, que amenazaba por rendirse en cualquier momento. Y para aquellos de visión avezada, no les habría bastado más que dos segundos para identificar las indiscutibles gotas de sangre que tintaban de rojo el collar de su camisa.

¡Ay, si tan sólo hubieran mirado! Entonces, habrían descubierto que un asesino viajaba entre ellos.

El tren abandonó la estación.