La santera yacía muerta en el polvo del patio. Tenía los ojos como platos y una sonrisa roja en mitad de la garganta.
Fidora se encendió un Partagás. Contempló la escena y se arrepintió de no haber traído óleos y lienzo: un cadáver curvilíneo tostándose bajo el sol color tabaco, una gallina degollada, un talismán de hueso, un reguero de huellas en fuga. Improvisó una plegaria manchada de humo y se puso a rapiñar el lugar por si encontraba algo que pudiera vender. No había nada, aparte del talismán y seis clavos incrustados furiosamente en el último par de huellas fugitivas. Consideró llevárselos, pero no andaba tan mal de dinero. Estaba a punto de volver a saltar la tapia despellejada cuando descubrió una silueta agazapada entre las orquídeas sudorosas.
—Sal de ahí, chamaco —dijo al chico. Despegó el cigarro de los labios y se lo tendió—. No tengas miedo, soy de los buenos.
El crío alargó el brazo hacia la fragancia candente, pero a medio camino se sobresaltó ante sus propios dedos magullados y escondió la mano tras la espalda.
—Muérete, Matusalén —dijo, y salió corriendo.
Fidora sonrió como supo y saltó la tapia. Al otro lado le recibió la pistola del sargento Machado.
—Estás en la tela, Fidora, ya no te queda carne. ¿Qué carajo haces aquí?
—He salido a pasear, Dieguito. ¿Y qué haces tú?
—Encañonarte con mi novia plateada, lo normal cuando me topo con un fisgón olisqueando un crimen. Podría tratarse del asesino, ¿sabes?
—¿Un asesinato? Eso es horrible, Dieguito, pero yo no sé nada. He venido porque un anciano está preocupado por su hija, es todo.
—El viejo nos ha llamado hace media hora hecho una plañidera. Cántame otra.
—Pues te la canto. Acabo de saludar a un mocoso con los mismos ojos que ésa que, según dices, está mojama. Se me ha escurrido, el chico. Estaba diableando con un martillo y un amuleto. Ahí siguen. Parece que le va el mambo, como a su santera madre.
El policía torció el gesto. Fidora le ofreció el cigarro medio roto que aún llevaba en la mano.
—No me pongas esa cara, que no sé matar. Anda, fúmatelo mientras te olvidas de que me has visto.
Machado bajó la pistola y cogió el puro.
—Llevo años intentándolo, pero eres demasiado feo.
—Bien. Voy a informar a mi cliente de que se ha quedado sin regalo el día del padre.
—Muy interesante.
—Gracias —respondió Fidora—, tú tampoco estás mal.
Esperó a la intimidad de la madrugada para preguntarle al viejo por qué había intentado cargarle la muerta sobre los hombros estrechos; su propia hija, además. Puñal en mano, se asomó a la estancia oscurecida sin llegar a rebasar la puerta abierta. Entrevió una sombra descalza que se balanceaba de una cuerda crujiente. Debajo, alineados sobre la alfombra, dos mocasines encharcados de sangre azabache velaban el bamboleo. El Flaco Fidora sonrió, se caló el sombrero y volvió a la noche habanera.