El investigador entra en el baño, se agacha unos centímetros y superpone su rostro a los labios y párpados con pestañas que alguien ha dibujado sobre el espejo. Las líneas de la cara se le ajustan al esquemático dibujo: ahora es una mujer de largas pestañas negras y labios rojísimos. No puede evitar sonreír, aunque más bien es algo parecido a una mueca que su boca perfila por encima de esa otra boca pintada. Escucha tras él el tiroteo de los flases de los fotógrafos forenses, algunas palabras sueltas que intercambian agentes de policía y los del servicio de urgencias: ‹‹café y croissant››, ‹‹un dolor de espalda que no veas, desde ayer››, ‹‹qué carnicería››. Estira la mano hasta tocar esos labios, la retira y se frota con suavidad la punta de los dedos. Asiente con la cabeza. Al tacto, el espesor no deja lugar a dudas. Se acerca los dedos a la boca y, en un gesto del que ni siquiera parece consciente, saca la lengua para chupárselos.
––¡Montalvo!
La voz, casi en su cogote, le deshace el gesto y el hombre baja deprisa la mano, ahora sí, atónito y ––por qué no decirlo–– repelido ante lo que ha estado a punto de hacer. Mete la mano en el bolsillo del pantalón.
––Qué pasa.
El investigador se gira. Ante él está Marina, la nueva inspectora jefe.
––Tienes que ver esto.
La sigue esquivando el desorden de objetos que hay esparcidos por el suelo del salón: un oso enorme de peluche, unas gafas masculinas de montura plateada, vasos de cristal verde, un abrecartas con la cabeza de un caballo, un diccionario de español-alemán, vinilos sin funda, una botella de tequila con forma de calavera…
Llegan a la cocina. Sobre la mesa, tumbada boca arriba, hay una mujer joven de cabellera rubia, desnuda excepto por los calcetines con corazones que aún lleva puestos; la sangre, ya de un color casi arcilloso, se le ha derramado desde los distintos orificios, hendiduras y cortes del cuerpo y cubre parte de la mesa, forma una mancha parecida a un gigantesco riñón en el suelo de azulejos blancos. Tiene la cabeza ladeada y sus pupilas inertes se dirigen al interior de la nevera abierta.
––Aquí, en el congelador.
Pero Montalvo no mira hacia donde le indica la inspectora jefe, sino a las pupilas de la mujer muerta. Y del mismo modo que antes su imagen se superponía a la dibujada, de manera tosca, en el espejo, así puede ver, unas sobre otras sin interrupción, las pupilas de todas las mujeres muertas que le han mirado a lo largo de sus cuarenta y tres años de servicio. Y todas esas pupilas, ese desfile interminable de ojos mudos, le provocan una profunda y oscura carga que cae sin clemencia sobre sus hombros.
Por eso no llega a ver lo que la inspectora jefe le muestra envuelto en un trapo, y sale de la cocina con la insoportable certeza de que no podrá evitar que todo vuelva a suceder.