Son cientos las veces que he recorrido las calles que separan la última copa del último suspiro. Todas las mañanas amanezco con la esperanza que haya olvidado algún detalle, que alguno de los 786 pasos que separan ambos momentos esconda aquello que me permita entender qué sucedió. No hay una noche en la que no me desvele y recuerde las decenas de testigos a los que repetidas veces he interrogado; noches enteras en las que una y otra vez vuelven todas y cada una de las cámaras de seguridad a mi mente como un ritual certero para recuperar el pasado. Recuperar una vida, una memoria.
Reviso diariamente el sumario para entender qué cosa se nos escapa. Todo encaja hasta el punto de hacer más verosímil que Lidia siga viviendo como siempre a que haya dejado de hacerlo para siempre. He releído todos los documentos tantas veces que paréceme haber estado allí; no sé si se trata de comprensión lectora absoluta o un vago recuerdo. Los detalles me asaltan sin necesidad de recordar las distintas declaraciones. En cada paseo, en cada relectura me vienen aromas, ruidos y demás detalles que mi imaginación considera.
En mitad de aquella mañana fría de invierno el teléfono de desaparecidos sonó estridente y sin respeto. Mi cuerpo resacoso evitaba cogerlo. La contundencia con la que retumbaba en mi cabeza hacia más sencillo atenderlo que olvidarlo. Atendí la llamada esperando las mismas historias de siempre: desapariciones voluntarias que nadie quiere aceptar; muertes por violencia de género que se resuelven con una visita a la casa o jóvenes que llegan a deshora.
Aquella llamada era distinta, ni por los sollozos ni por los gritos desgarrados de amor que emanaban de aquel viejo aparato; ni la historia era distinta de las miles escuchadas anteriormente; los detalles eran parecidos a otras historias ya resueltas los últimos años por mi equipo. Escuché con la mayor atención que era capaz y entendí que estábamos ante algo real, con matices y de lenta solución. Mi instinto de policía pinchaba mi conciencia sin descanso a cada detalle que aquella voz tenue y dolida describía.
Cada vez que reconstruyó las mismas calles por la mañana recuerdo palabra por palabra la maldita llamada. Aquella madre sollozando, incrédula y partida por el dolor, que su hija no podía haber desaparecido sin más. “Ella es feliz con sus cosas”, me repetía una y otra vez sin dar espacio a la duda, din dejar si quiera que le diera la esperanza que todos necesitamos para afrontar las dificultades que la vida presenta. Una esperanza preparada y difícil de creer por la falta de convicción de mis palabras.
El ambiente de la unidad era extraño cada vez que intentaba compartir mis elucubraciones, mi ansiedad con el asesinato de Lidia, … cada vez que tocaba el caso mis compañeros salían por peteneras y me dejaban con la palabra en la boca. Mi sensación de estar solo ante este caso.
Una soledad que me hacía culpable.