Quedan seis vidas
Juan luis Fonseca peña | Jon Delay

Tengo la imperiosa necesidad de contar el primer caso de “asesinato” en el que trabaje.
Mi nombre es Antonio Molina, si, lo sé, pero ni soy minero, ni cantante, por herencia me convertí en detective privado. Mi padre, Pedro Molina, era un famoso detective al que toda la ciudad apreciaba. Tenía un don especial para resolver todo tipo de enigmas, era algo innato y que, por suerte, heredé. Aunque solo tengo la mitad de esa habilidad suya. Mi hermana melliza, Margarita, también es socia de la oficina Detectives Molina. Y creo que si no estuviera tanto tiempo leyendo y estudiando, sería la mejor detective que el mundo hubiera contemplado. Con un cociente intelectual de 175. Superaba a Científicos como Einstein y Hawking.
Me lo dejó claro cuando, Amparo Ruiz, se presentó un día lluvioso de finales de febrero. Mustia y afligida hasta la médula, la mujer de setenta y cinco años, de mirada cansada, me relató los hechos acaecidos dos días antes.
—Tienes que ayudarme Antonio, yo conocía a tu padre muy bien sabes —decía la mujer mientras se secaba el agua de la cara.
—Claro que la ayudaremos, cuénteme, ¿qué es lo que le sucede?
—Pues verá, encontré el cuerpo sin vida de don Bigotes en mi terraza.
—¿Don Bigotes?
—Si, mi gato siberiano.
Margarita, que tenía la nariz sumergida en un libro, desvió la mirada de su lectura y esbozó una inquietante sonrisa.
—Bien ¿Cree usted que lo asesinaron?
—Si, estoy segura.
—¿Tiene sospechosos señoras? —preguntó mi hermana cerrando el libro.
—Si, en mi edificio hay tres señores que odian a los gatos, Pablo, el cara topo, que es el presidente de la comunidad. Paco, el calvo dueño de dos ruidosos Yorkshire terrier, tesorero y amigo del primero. Y Pascual, el vicepresidente gafotas casposo y lameculos de los dos anteriores señores.
—Perros potencialmente peligrosos, por lo que veo. —dijo Margarita mirando la lluvia por la ventana.
—¿De qué estás hablando? —pregunte mirando a mi hermana ceñudo.
—Pablo, Paco y Pascual. PPP y sospechoso de la muerte de un felino adorable. —Así de especial era el humor de mi hermana.
—El pobre era un gato muy bueno, y muy asustadizo. —siguió relatando la señora.
—¿Alguno de los tres hombres la amenazó de alguna manera?
—Si, el cara topo, se quejó de que Don Bigotes jugaba con los borlones se su cortina, decía que era una cortina muy cara.
—Un momento. —,barruntó Margarita. ¿Era un gato muy asustadizo?
—Si.
—¿Se cercioró usted de que Don Bigotes estaba muerto?
—Claro que estaba muerto, yo misma intenté escuchar su corazón, pero no pude oír nada.
—Creo que ya se lo que ocurrió —decía mi hermana, que seguía mirando por la ventana—. ¿Enterró usted a su gato?
—Mi nieto lo enterró hace dos días en el campo de aquí detrás.
—Don Bigotes sufre de catalepsia.
—¿Estás hablando en serio? —pregunté algo incrédulo.
—Si, es un gato precioso señora, y si abre la puerta lo podrá ver intentando cruzar la calle dirigiéndose aquí.