Queso y carne quemada
Miguel Portela Fernández | Fledermaus

El hedor golpeó a la detective Garrido con el puño cerrado. Un directo al mentón capaz de tumbar a cualquiera que no hubiese olido ya las mayores miserias que un ser humano puede soportar.
Sus ojos barrieron el pequeño apartamento. Típico salón americano: sofá enano, mesita minúscula con un pocillo de café listo para tomar y un cuerpo inerte que colgaba del techo sujeto por una fina cuerda atada a una alcayata incrustada en el techo, dando el toque de distinción que cada hogar necesita para merecer ese nombre.
El cadáver estaba cubierto por un traje de neopreno, con sus pies en el suelo y las rodillas levitando a un par de centímetros. La cabeza apoyaba el mentón contra su pecho.
—Si quería colgarse calculó mal su altura.
El par de policías que se sentaban en el respaldo del pequeño sofá del salón miraron a la puerta.
—Detective Garrido. Vaya, no sabía que ahora enviaban a la gente de homicidios a los suicidios.
—Es un país muy seguro, López. Con algo nos tienen que entretener —contestó la mujer avanzando hacia el cuerpo inerte.
—Autoaxfisia erótica, señora Garrido.
Garrido se acuclilló y estudió el rostro del hombre. Una sustancia viscosa y amarillenta salía del traje y se deslizaba por la piel del joven donde acababa el neopreno.
—Es queso— aclaró López a su espalda.
—Lo veo, agente. Apesta. Queso derretido y carne quemada. ¿Se creía un San Jacobo?
López rió y se volvió a sentar en el respaldo del sofá.
—El chaval colocó una alcayata en el techo, justo encima de la calefacción. Puede verla, es de las gordas, de las que se usan para sostener los sacos de boxeo.
—Sí, me fijé.
—Probablemente se cubriese el cuerpo con lonchas de queso y luego se colocase el neopreno, se pusiese la soga en el cuello y se masturbase encima de la calefacción.
—Vaya, López. Buena historia aunque es una manera un poco rebuscada de hacerse una paja, ¿no cree?
López se encogió de hombros.
—Es una forma de masturbación que viene de Alemania —intervino el más joven.
—Vaya, como los Volkswagen.
—Ya sabe, nadie supera a los alemanes en motores ni en guarradas.
— Seguro —contestó Garrido mirando hacia la mesita.—¿Han tomado café?
—No.
—¿Pues quién preparó el café y lo dejó encima de la mesita?
Los policías miraron extrañados el pocillo de café y después al cadáver.
—No sé señores, no tengo pene, pero me gusta el café, y si me preparo un café, lo tomaría antes de ponerme lonchas de queso y neopreno encima para después sentarme sobre una calefacción mientras me asfixio a la vez que el queso se derrite y funciona como un jodido lubricante.
Los policías permanecieron en silencio.
—López, ayúdame con esto. Levántalo un poco, quiero aflojar el nudo y ver su cuello.
—Joder, resbala.
—Aquí está —anunció Garrido limpiando una zona bajo el cuello y señalando un pequeño puntito de sangre. —Tenemos un asesinato, señores.