Las volutas del cigarro se dispersaban en la habitación cerrada haciendo el aire irrespirable. El inspector Suárez miraba y remiraba el abultado expediente. Más de veinte años de un asesino en serie. Dieciocho asesinatos sin nada en común excepto la palabra marcada en el pecho de las víctimas: R.I.P. lo cual en sí mismo parecía una burla cruel. Apagó su pitillo y un minuto después encendió otro. Odiaba esa dependencia que no podía controlar de ningún modo. Mil veces había intentado dejar ese horrible hábito sin conseguirlo. Entonces lo vio. Era la primera vez que encontraba un fallo. ¿Cómo demonios no se había dado cuenta antes? Centró toda su atención. Se dio cuenta de que había sido su compañera la maravillosa y joven inspectora Márquez la que encontró el único error cometido por el asesino. Se halló de repente con la sensación de que el tiempo le jugaba una mala pasada. Se había hecho viejo y ya no podía soportar la debilidad de ese cuerpo gastado. Una tos repentina le cortó la respiración anunciándole su inminente final. Hubiese querido dejarlo todo atado y bien atado. Desgraciadamente no lo iba a conseguir. Miró distraído alrededor suyo. Nunca le había importado el aspecto sucio y descuidado de aquel salón hasta ahora. La mesa llena de papeles, el sillón viejo y raído de un color rojo deslucido y la ropa colgando de las sillas. Una idea peregrina pasó por su mente como un relámpago. Abrió la venta sintiendo la bofetada de aire fresco. Sopesó lo rápido y fácil que sería lanzarse al vacío pero lo desechó. Estaba cansado, muy cansado. Ya no tenía nada por lo que luchar. La juventud, siempre la maldita juventud que lo ponía todo patas arriba. Vio el abrecartas sobre la mesa. Le había servido fielmente durante todos esos años. Escribió una nota de despedida y después de un minuto de vacilación lo clavó con precisión en su yugular. El cuerpo cayó como una madeja de lana. La sangre comenzó manar sobre el pavimento. El espíritu salió de él sin ninguna dificultad. Se sintió incómodo. No le gustaba ser un fantasma. Tenía que encontrar un cuerpo cuanto antes, a ser posible no fumador. Decidió quien sería en ese momento. Si hubiese podido reirse, se hubiera reído.
Doce horas después encontraron al inspector desangrado.
Cuando sacaron la pequeña daga, una auténtica joya del siglo XIX, con aquellos dos únicos bordes de sierra lo tuvieron claro. Su compañera, cigarrillo en mano para sorpresa de los presentes, lo identificó sin dudarlo. La nota, aquella nota manuscrita fue la que terminó de incriminarlo: Soy yo: R.I.P.
Habían hallado al terrible asesino en serie.
La inspectora Márquez respiró aliviada mientras aspiraba el quinto pitillo de su vida. Por fin iba a poder empezar un nuevo caso. Está vez sin errores.