Una, dos y tres embestidas. Cuando la puerta de la suite venció, Fischer detectó hasta tres indicios de fuga.
(Zoom in).
El elegante cenicero de vidrio; aún humeante. La puerta del baño; teñida de sangre. Y un espejo de diseño; rajado de arriba abajo.
(Zoom out).
Tenía pocos minutos para acceder a la espina cósmica y darle caza al fugitivo. Si no se apresuraba, lo perdería para siempre en otro universo. Así que sacó su espejo de mano, vertió unas gotas de fuginina en la superficie y desapareció dentro de él. ¡Tris!
Le costó un poco habituarse a la ingravidez del entorno. Sus casi 50 años empezaban a pasarle factura. Mientras volvía en sí, Fischer tejió de oídos para dentro un pensamiento rabioso.
«Un-jodido-Nobel. El gilipollas de Everett prueba la existencia de universos alternativos y lo ascienden al Olimpo de la ciencia. Pero aquí, en el barro, ni Dios. Y esos aspergers de laboratorio celebrando “el mayor hito de la humanidad”. ¡Han abierto una puta caja de Pandora!».
Desde el hallazgo del multiverso, detectives militares como Fischer las pasaban canutas. La espina cósmica brindaba a los delincuentes toda una alfombra roja para la huida. De hecho, ahora mismo, el hacker genético al que perseguía se deslizaba hasta un espacio-tiempo irrastreable. O eso pensaba.
(Paneo a la derecha).
Fischer escudriñaba la espina en busca de cualquier rastro.
(Paneo a la izquierda).
Mientras tanto, el soliloquio continuaba:
«Hay que estar enfermo. Inocular obsolescencia programada a las personas. “Ya no produces, ya no haces falta”. Valiente hijo de puta».
De repente, el ambiente se hizo más denso. Si esperaba una pista, eso era todo lo que iba a conseguir. Así que tomó aire y se abanlanzó de lleno contra el vacío. En la espina cósmica no existen las contradicciones.
Al aterrizar, se hizo las dos preguntas de siempre: dónde y cuándo. Según su consola, no había registros de este universo. Y, por la cantidad de brechas en la espina, llevaba siglos siendo toda una atracción turística.
¡A trabajar! Cabeza arriba, mirada de halcón. Ledem, el hacker genético, se deshacía en carcajadas delante de él. ¿Qué le hacía tanta gracia?
—Que me lo cuente desde la tumba —masculló Fischer.
Sacó el revólver, cargó la bala que le había prometido y apuntó a Ledem, excesivamente relajado para las circunstancias.
Entonces, una punzada de dolor fulminó al detective. Las piernas le fallaron, se encharcaron sus pulmones y la imagen del hacker se fundió a negro ante sus ojos.
—Felicidades, Fischer. Me he acordado de tu cumpleaños. ¿Cuántos hacías hoy?
El detective asumió su derrota. No contra Ledem, sino contra la obsolescencia programada. No le quedaba más de un minuto en la Tierra. Ni en esta, ni en ninguna otra. Ni ahora, ni nunca. Así que decidió emplearlo en lo que mejor se le daba: insultar.
—Puta rata de laboratorio.
—No, Fischer. Yo llevo bata. El ratón fuiste tú, hace 50 años.