Recreo
Álvaro Torres Macho | Juan Cuadrado

Filomena Martín pensaba que no había tenido suerte en la vida. Directora de un colegio, ya cincuenta y sin amor. Que Valeria Fiz, alumna del centro que intentaba dirigir, hubiera decidido suicidarse en las instalaciones del mismo saltando desde la azotea del edificio B, una prueba más.

La misma tarde del suceso, reunió al claustro de profesores para componer una postura oficial. En la reunión, Sonia Cruz, tutora de Valeria, comentó que alguna vez, al verla constantemente triste, había hablado a solas con ella. A regañadientes, había admitido ser víctima de burlas diarias por parte de algunos compañeros.
– No le di importancia. Cosas de niños.
– Pero, Sonia, ¿cosas de niños? ¿Te das cuenta de en la que nos has metido?
En silencio, Sonia no pudo contener las lágrimas.
– Vamos a ver. ¿Sabemos quiénes podrían ser esos “compañeros”?
– …
– En fin. Mientras las investigaciones aclaran los hechos, creo que lo conveniente es mantener una posición neutra, remitirnos a un futuro en que las investigaciones aclararán los hechos. Creo que he hablado con claridad. Por ahora, eso es todo.

Una vez sola, contra toda norma, encendió un cigarrillo y telefoneó a Sonia, pues le había parecido intuir que algo callaba.
– Sonia. Sé que ocultas algo. No te pido más que un nombre, solamente un nombre.
– …
– Por última vez. Si no, te lo ordenaré como tu jefa que soy.
– Nicolás Ortega -dijo Sonia, y colgó.
Ortega. Aquel pelirrojo. Sí. Lo conocía. Le había dado clase hacía un par de años. Un gamberro sin luces, sin más. Sin la sutileza suficiente para llevar a alguien hasta el límite.

Al día siguiente se apostó en la ventana de su despacho. Prismáticos. Vista panorámica del patio a la hora del recreo.
Localizó a Ortega. Formaba parte de un corrillo, cuatro chavales en total; era evidente que tres atendían a uno que gesticulaba con ademanes autoritarios. Guillermo Casado de los Vados. Ese sí. Inteligente; último de una saga; futura élite.

Lo mandó llamar a su despacho, ¡a Dirección! Buscó su autoridad y creyó sentirla. Respiró hondo.
Tres golpes, muy fuertes para los nudillos de un niño.
– Adelante, Casado. Siéntate, por favor. Sin rodeos. Tengo fundadas sospechas de que tú y tus amigos llevabais tiempo haciendo la vida imposible a Valeria Fiz. No quiero decir que la hayáis empujado al suicidio, sois niños, no sabéis lo que hacéis o decís ni las consecuencias que…
– Mira, Filomena -interrumpió Casado-. No sé de qué me hablas. No fue al suicidio precisamente adonde la empujé. Como bien dices, soy un niño, tengo una familia que me adora y, además, soy rutinaria y sencillamente malo, y esto no va a cambiar. Si me permites un consejo, lo más conveniente es que intentes seguir adelante con tu vida.

Cuando se quedó a solas, encendió su segundo cigarrillo en diez años, giró el sillón y, mirando al patio, comenzó a elaborar los esquemas mentales que la permitirían vivir de entonces en adelante.