Me metí en la boca el chicle Trident de clorofila y tiré el envoltorio a la papelera. Mi compañero estaba a mi lado. Los dos observábamos con gesto serio a los bomberos mientras rompían la cerradura.
―Ojalá no tardemos mucho ―dijo después de echar un vistazo a su reloj―. Quiero estar de vuelta en la comisaría para la hora de comer.
Yo me limité a asentir y me toqué la sien. A pesar de ser la una del mediodía, y de haberme bebido seis cafés, el pinchazo en el párpado izquierdo que solía aparecerme cuando no había dormido lo suficiente seguía ahí.
―No hay quién lo entienda ―continuó diciendo―. En nuestra época valía con irse a un descampado. Ahora las parejitas buscan esta mierda de moteles de carretera. Al menos espero que esta vez a los tortolitos no se les haya ido la mano. ¿Recuerdas la semana pasada a esos dos que encontramos hasta arriba de coca?
En ese momento, la madera emitió un chasquido y la puerta se abrió.
―Nosotros hemos terminado ―comentó uno de los bomberos.
Como siempre, el primero en entrar fui yo. Nada más encender la luz, me fijé en la pierna desnuda que sobresalía entre las sábanas. La chica parecía dormir profundamente con la cabeza girada hacia la ventana, por lo que no pude ver su cara. Imaginé que debía de ser guapa, con mejillas tersas y ojos castaños oscuros a juego con la melena negra que le caía por la espalda.
―¿Has visto? ―me preguntó mi compañero, señalando a la mesa que había a los pies de la cama―. Otra que se ha dado un fiestón.
Miré la bandeja. Dos copas alargadas, una con restos de carmín en el borde, descansaban junto a tres botellas de champán vacías, un tercio de cerveza a medias y las sobras de la cena.
―¡Eh, arriba! ―exclamó detrás de mí el gerente del motel.
―Váyase, no puede estar aquí ―le dije empujándole del pecho.
―Se llama Silvia ―escuché que decía mi compañero, ofreciéndome luego una cartera de piel roja.
El rostro de una mujer morena de poco más de treinta años me saludó desde el carné de identidad. Su sonrisa me resultó familiar. También me pareció curioso que a ella, al igual que a mí, le gustara el salmón. En uno de los platos quedaba parte de una tosta, además de un cuchillo y dos tenedores encima.
―Alza la persiana un poco más ―me pidió mi compañero―, que la bella durmiente necesita claridad.
Yo me acerqué a la ventana, aunque de pronto me detuve y una bocanada de bilis me subió a la garganta.
―¡Joder! ―gritó mi compañero.
Entonces me volví y me quedé petrificado. No tanto por ver el corte en el cuello de la chica ni el cuchillo y la mancha de sangre reseca en las sábanas, sino por el envoltorio de chicle Trident de clorofila que había en el suelo.
―Llama al juez ―dije agachándome para recogerlo antes de que nadie se diera cuenta.