Era la Navidad de 1970 y el pueblo entero estaba en fiesta.
Ella estaba de pie en el umbral de la casa familiar. Su cabellos y trajes perfectos contradecían a su mirada algo perdida.
El calor del horno llegaba hasta el comedor principal, lugar donde se encontraba la mesa pulcra, como nunca antes la había visto ella. Dejó la dos maletas en la entrada de la puerta y, aunque tenía unas ganas enormes de recorrer la casa, sus piernas no le acompañaban en ese impulso interior. Estaba nerviosa y recorría con sus ojos todo lo que alcanzaba a ver a su alrededor. Muy poco habían cambiado las cosas, pero lo que mas había cambiado era esa mesa, o mejor dicho, todo lo que había encima de la mesa. Estaba nerviosa y ahora además se sentía enfadada.
Los cubiertos de plata, el mantel bordado en hilo de oro, las copas de cristal. Ella nunca había visto el menaje de la abuela reunido en un sólo lugar. Es una noche muy especial sin duda, pensó ella. Cerró los ojos y suspiró. Y mientras gritaba, iba tomando los platos y los lanzaba entre los cuadros de la familia que estaban colgados en la pared. Los platos de flores lanzados a su madre por nunca haberla ayudado, a pesar de todas las veces que se lo pidió. Ella prefirió creerle a él, pensó.
Los cubiertos de plata y las copas de cristal lanzados hacia el cuadro de sus dos hermanos. Por cobardes, dijo. Y recordó todas las veces que pudieron hacer algo, y no hicieron nada. El hermano menor lo único que atinó fue a dispararse la sien, pero para su desgracia, sobrevivió y quedó parapléjico. El hermano mayor, se calló por la herencia que recibiría y por el cargo importante que tendría en la empresa.
Cogió el mantel de hilos de oro, tomó los cuadros de la madre y los dos hermanos, hizo una especie de saco improvisado y los lanzó a la chimenea. Que se jodan todos, gritó mientras encendía la chimenea.
Se dirigió a la cochera, tomó el hacha familiar y regresó a buscar la mesa. Era lo último que le faltaba. Mientras la destruía, ella tenía la esperanza que se destruirían esas imágenes de ella siendo herida por su padre en esa misma mesa.
Cuando la policía llegó, ella los esperaba en la puerta con sus dos maletas y la llave del sótano donde había encerrado a la familia hacía 6 horas. No necesité a nadie más, estoy tranquila, estoy en paz dijo cuando le preguntaron. No necesitó a nadie para hacer lo que hizo, sólo un buen plan, y mucho resentimiento acumulado. Estas fueron las palabras textuales que el policía escribió.
Y mientras el pueblo entero alcanzaba el clímax de las fiestas; a ella, que sonreía entre lágrimas, se la llevaban, en su propio delirio interior.