Rojo o azul
Aïda Romero Inglada | Aïda Romynd

El escarlata brillaba en sus dedos. Sujetó el cable con indecisión, mientras una corriente de pensamientos fluía por su mente.

No estaba preparado para eso.

Sintió la duda en el paladar y el miedo en las pantorrillas. A su lado, su compañero de batallas, le observaba por encima del hombro. Incluso sin voltearse, podía ver la desaprobación en sus ojos y las cejas alzadas.

La adrenalina le corrió por las venas como la pólvora. Sus yemas ansiaron acariciar un cigarrillo y llevárselo a los labios, aunque se limitó a mirar la bomba que tenía delante.

El contador en números brillantes. La carga de explosivos. El detonador.
El cable rojo, y el cable azul.
Empezó a sudar.

Habían mordido el anzuelo hasta el fondo y, ahora, ya era demasiado tarde como para retroceder sobre sus pasos. Estaban atrapados en aquel hospital, con una bomba en las narices y ocho plantas repletas de enfermos que no podían evacuar.

El asesino sabía lo que hacía, y ellos habían caído de lleno.

El inspector sostuvo el cuchillo en sus manos y pensó detenidamente en cuál era la opción correcta. Una parte de él, le gritaba que saliera de allí por patas. Sin embargo, el honor de policía le obligaba a cumplir con su deber.

Se preguntó si la bandera de la verdad hondearía alta, aunque todos ellos explotaran en mil pedazos. La impotencia le rasgó la garganta y quiso gritar, pero se contuvo. Reprimió la frustración y la desesperación hasta convertirla en una esfera muy pequeña, y la encerró en lo más profundo de su vientre.

El tiempo se agotaba.
Y lo peor era que no tenía ni idea del cable que tenía que cortar.

Respiró hondo y retrocedió los recuerdos hasta la niñez. El coche de juguete. El uniforme militar de su padre. El olor a café amargo y a tabaco. El sonido de la justicia en un mallete.

Puede que no supiera qué decisión tenía que tomar, pero sí estaba seguro de algo: el orgullo herido podía llevar a una persona a hacer cosas realmente maravillosas.

Les habían engañado. Les habían arrinconado. Pero él, era policía. Había aprendido que mordía cuando le acorralaban, y que cuando se quedaba sin armas, luchaba con las garras.

Miró sus manos, estaban tranquilas. Alzó la hoja afilada en un movimiento y la duda desapareció en el aire.

Rasgó el color.

Y después, solo hubo oscuridad.