El escarlata brillaba en sus dedos. Sujetó el cable con indecisión, mientras una corriente de pensamientos fluía por su mente.
No estaba preparado para eso.
Sintió la duda en el paladar y el miedo en las pantorrillas. A su lado, su compañero de batallas, le observaba por encima del hombro. Incluso sin voltearse, podía ver la desaprobación en sus ojos y las cejas alzadas.
La adrenalina le corrió por las venas como la pólvora. Sus yemas ansiaron acariciar un cigarrillo y llevárselo a los labios, aunque se limitó a mirar la bomba que tenía delante.
El contador en números brillantes. La carga de explosivos. El detonador.
El cable rojo, y el cable azul.
Empezó a sudar.
Habían mordido el anzuelo hasta el fondo y, ahora, ya era demasiado tarde como para retroceder sobre sus pasos. Estaban atrapados en aquel hospital, con una bomba en las narices y ocho plantas repletas de enfermos que no podían evacuar.
El asesino sabía lo que hacía, y ellos habían caído de lleno.
El inspector sostuvo el cuchillo en sus manos y pensó detenidamente en cuál era la opción correcta. Una parte de él, le gritaba que saliera de allí por patas. Sin embargo, el honor de policía le obligaba a cumplir con su deber.
Se preguntó si la bandera de la verdad hondearía alta, aunque todos ellos explotaran en mil pedazos. La impotencia le rasgó la garganta y quiso gritar, pero se contuvo. Reprimió la frustración y la desesperación hasta convertirla en una esfera muy pequeña, y la encerró en lo más profundo de su vientre.
El tiempo se agotaba.
Y lo peor era que no tenía ni idea del cable que tenía que cortar.
Respiró hondo y retrocedió los recuerdos hasta la niñez. El coche de juguete. El uniforme militar de su padre. El olor a café amargo y a tabaco. El sonido de la justicia en un mallete.
Puede que no supiera qué decisión tenía que tomar, pero sí estaba seguro de algo: el orgullo herido podía llevar a una persona a hacer cosas realmente maravillosas.
Les habían engañado. Les habían arrinconado. Pero él, era policía. Había aprendido que mordía cuando le acorralaban, y que cuando se quedaba sin armas, luchaba con las garras.
Miró sus manos, estaban tranquilas. Alzó la hoja afilada en un movimiento y la duda desapareció en el aire.
Rasgó el color.
Y después, solo hubo oscuridad.