ROSAS DE ZANAHORIA
Carlos Burgaleta Pérez | Andreiev

Era uno de los pocos recuerdos que conservaba de sus padres, su imagen discutiendo amigablemente sobre si las rosas de zanahoria servían únicamente de adorno culinario o podían ser ingeridas. Su padre defendía lo primero, añadiendo que, además, consumirlas significaba una evidente falta de educación; por su parte, su madre, de orígenes más humildes, reivindicaba lo contrario, zanjando siempre el debate recordando un proverbio georgiano: “La sonrisa de una rosa anima al ruiseñor”.

De manera cruel, aquella frase resonó en la mente de Maia cuando comprobó que el contenido de la cápsula que furtivamente había vertido sobre el grueso solomillo no había aterrizado en su objetivo, ni siquiera sobre la guarnición que lo acompañaba, sino en el centro de una pequeña rosa de zanahoria arrinconada en una esquina del plato. Tras disculparse con el camarero por el provocado encontronazo, regresó desolada a su mesa. Desde allí contemplaría como, con casi toda probabilidad, su plan se iba al traste.

No era una mujer con suerte, al menos no con tanta como Barishvili, el comensal al que iba destinado el manjar, un opulento narcotraficante que, paradójicamente, podía presumir de una impoluta ficha policial. Por su parte, Maia, huérfana desde pequeña, había tenido que invertir infinitas horas y recursos hasta alcanzar su actual puesto administrativo en la Interpol. Y todo con el objetivo de encontrarse donde ahora mismo se hallaba, cenando a pocos metros de Barishvili, en el acogedor restaurante Lamucca de la calle del Prado.

Sin levantar la vista del plato, Barishvili fue devorando ávidamente el solomillo hasta hacerlo desaparecer por completo. Después se aplicó de igual forma con el acompañamiento, sin reparar siquiera en la coqueta flor de zanahoria, que pronto se convirtió en el único resto de comida visible.

–¿Ha terminado? –preguntó atentamente el camarero.

Barishvili asintió, todavía masticando y mientras amortiguaba con su servilleta el sonido de un eructo.

Ante la desesperada mirada de Maia, el empleado retiró el plato. Todos aquellos años de esfuerzo tirados por la borda. Jamás volvería a tener una oportunidad así.

El camarero no se había terminado de girar cuando, para su sorpresa y la de Maia, Barishvili le retuvo por un brazo. Acto seguido, agarró la rosa de zanahoria y la sostuvo frente a él mientras la observaba con curiosidad.

–La sonrisa de una rosa anima al ruiseñor –afirmó en su georgiano natal, justo antes de engullir el vegetal crudo de un bocado.

Minutos después de que el cianuro vertido sobre la zanahoria hiciese efecto, Maia se alejaba presurosa del local bajo una torrencial lluvia. De vuelta al hotel, se dejó caer sobre la mullida cama y no tardó en ser presa del sueño. Durmió con una reconfortante sensación de ligereza, como si se hubiera quitado de encima una pesada carga, la que llevaba soportando desde aquella lejana tarde en la que una pareja de toxicómanos fueron acribillados a balazos en un edificio de los suburbios de Tiflis. Aquella lejana tarde en la que Giorgi Barishvili asesinó a sus padres.