RUEDA DE RECONOCIMIENTO
CLARA SOTO JIMÉNEZ | MORGANA228

El inspector Naveces se había convertido en un hombre solitario, amargado y susceptible con sus compañeros desde su reciente divorcio. No encontraba la estabilidad desde hacía meses y le faltaba tiempo para llenar su desastrosa soledad. Se acababa de mudar a un pequeño apartamento con su fiel pastor alemán, Sharp, el único que se alegraba de oírle entrar por la puerta.
Su vida era cada vez más anodina. Todo en el despacho era orden y pulcritud. Ni un milímetro sobresalían los folios en la torre de expedientes de su mesa; ni un solo archivador o carpeta indebidamente clasificada; ni una mota de polvo; nada estaba desorganizado. Antagónico era, sin embargo, el caos mental que le producía desde hacía meses las horas extras del caso “Cresta” sin resolver. Un asesino en serie andaba suelto. Cuatro mujeres con edad y fisionomía semejante habían sido encontradas entre matorrales por senderistas en la misma zona. Las cuatro con el mismo “modus operandi”: estranguladas y arrastradas hasta el lugar del hallazgo con una maroma, desnudas, violadas y a todas se les había cortado las yemas de los dedos índice de ambas manos. A día de hoy lo único que se tenía en firme era el número de calzado del asesino, una bota de trékking del 44. Lo único que tenían estas mujeres en común era la afición por el senderismo y una reciente crisis sentimental que, como recomendación del psicoterapeuta, les había llevado a hacer senderismo y ponerse en contacto con la naturaleza lo que a su vez, les había llevado a encontrar su propia muerte.
Naveces esa tarde volvió a casa con un fuerte dolor de cabeza. Le martilleaban las palabras que el comisario jefe le había dicho por teléfono esa misma mañana amenazándole que si en cuarenta y ocho horas no encontraba al sospechoso, buscaría un sustituto. Le estaba llamando inepto sutilmente cuando era sabido por todas las malas artes empleadas para ascender al puesto de comisario.
Entró en su destartalado apartamento y se fue directo al baño, saltándose el paso de saludar a su fiel amigo Sharp. Una arcada le había llegado a la boca sin avisar. Apoyó los brazos en el mármol del lavabo mientras miraba su pálida cara frente al espejo del baño después de vomitar el sándwich y el café americano. Aturdido aún, cuando sus ojos dejaron de lagrimear, comprobó que el espejo era otro. Más grande, más grueso. Unos óculos sobre el espejo, en ese momento, giraron automáticamente enfocándole como un proyectil. Al otro lado del cristal, escuchó, entre bisbiseos, una voz familiar: “Le tenemos. Id a por él y detenedlo”. Naveces estaba ante su propia rueda de reconocimiento.
El comisario jefe salió, a continuación, a caminar por el monte.
La tarde prometía una puesta de sol espectacular.