SABIDURIA
ana gonzalez ferrer | ANA

La luz entraba a raudales aquel día de junio por la ventana de la cocina. Sentada en aquella silla sentía como la gente se movía a mi alrededor como pequeñas hormigas, silenciosas, pero molestas, de buena gana hubiese cogido el bote que había que debajo del fregadero y la hubiese rociado a todas, sin salvar a ninguna.
Alguien me ofreció un pañuelo, me soné con delicadeza antes de irme al baño.
Todo había sido demasiado rápido, un par de horas antes la gente se agolpaba alrededor de las mesas con las copas medio llenas, las risas volaban como las golondrinas en marzo. Ahora mucha de la gente había desaparecido y de los presentes no sabría decir cuantos quedaban por pena y cuantos por el morbo de una muerte ajena.
Recuerdo cuando uno de los camareros me comentó que nuestros cafés estaban preparados, cogí por el brazo a mi suegro y riendo fuimos a tomarlo juntos, a ambos nos desagradaban en gran medida las multitudes.
Había sido una gran comida, por fin habíamos podido anunciar que una nueva vida se abría camino en nuestra familia, me toqué el vientre mientras le comentaba lo toqueteada que tenía la tripa ese día, su carcajada se oyó desde el otro lado del jardín y mi mirada se cruzó con la de mi marido. Sonreí, me sonrió.
El mío descafeinado. Justo antes de llevarme la taza a los labios sentí el calor, siempre he odiado las cosas calientes, así que ni siquiera llegué a darle una oportunidad a ese café. El de mi suegro estaba frío, guiñó el ojo cómplice prometiéndome guardar mi secreto, así fue como después de tres meses tomé un café. Nos abrazamos después de nuestra pequeña travesura y antes de volver a la cruda realidad de tener que seguir intercambiando palabras con todas aquellas personas.
Todo se precipitó más tarde. En el hospital nos comunicaron que mi suegro había muerto en la ambulancia, no se había podido hacer nada por él, seguro que no le hubiese gustado que utilizasen una frase tan manida con él, pero así fue.
Sentí la mano de mi marido en mi hombro, la cogí entre las mías besándole los dedos. Fuimos paseando hasta el jardín. Le sentí con diez años más de los que tenía esta mañana, mientras le abrazaba por la cintura.
Allí le detuvo la policía, entre mis brazos con restos de rimel en su chaqueta y mis manos como zarpas rodeándole el cuello y allí me encontraron a mí, convertida en bicho bola mientras me quedaba seca y vacía.
Cuatro meses después, me quité los tacones cuando el último socio salió de aquel enorme despacho acercándome al ventanal de mi despacho. Mi marido había sido condenado por el asesinato de su padre.
La sentencia aseguró que su intención era matarme.
Siempre me gustó leer: libros, móviles ajenos, notas en chaquetas, las letras me apasionan.
Una vez leí que el mejor asesinato es aquel en el que otro acaba en la cárcel. Sonreí.