La detective Salma Frey fue la primera en llegar al lugar de los hechos. El callejón estaba oscuro, pero se podía ver el bulto de lo que parecía un cuerpo. Miró hacia la calle: todo estaba en silencio. «¿Cuándo llegará mi compañero?», pensó. Phineas nunca la dejaba sola, pero en esa ocasión le había costado contactar con él. De pronto, intuyó un extraño movimiento cerca del cuerpo: algo que saltó sobre este, y se alejó corriendo. «No, no… Ante un asesinato, se debe precintar la zona perimetral para evitar la contaminación de las pruebas», susurró y volvió a mirar por si veía llegar el coche de Phineas. «¡Maldita sea!, no debería exponerme sola a esta situación, pero no lo puedo esperar». Se adentró en la oscuridad del callejón. Su presencia asustó al gato, que huyó despavorido. Resopló más tranquila. «Un simple gato, pero va a arruinar las pruebas de un crimen», dedujo, siguiéndolo con la mirada. El felino había saltado hasta la parte alta del muro y se paseaba por el límite con la elegancia de un malabarista.
Frey se acercó a la víctima; yacía de bruces y se agachó para tocarle la carótida. No le notó el pulso. Ya no podía hacer nada por esta, y era más urgente recuperar lo que el gato le había sustraído. El felino la observaba desde lo alto, como si intentara provocarla; luego brincó hasta el balcón del edificio contiguo y se giró de nuevo hacia Frey, para después introducirse en una brecha que había en la pared. Frey se encaramó hasta el balcón lo más rápido que pudo, pero con la incapacidad de superar la agilidad del gato; cuando llegó, el animal había desaparecido de su vista y había abandonado el objeto lejos de su alcance.
Decepcionada, miró el lugar donde yacía el cuerpo; desde su posición, tenía una mejor perspectiva de lo ocurrido. Agarró su móvil, e inició la grabación del escenario por si los de criminalística le pedían detalles: «Mujer caucásica, pelo rubio, metro setenta y cinco de estatura; sesenta y pocos kilos de peso». Se detuvo un segundo y analizó de nuevo el cuerpo: «Disparo por la espalda justo entre los omóplatos; tiene uno de los brazos hacia delante. Su mano tiene la posición entre cerrada: de haber sostenido…», dudó. Se fijó en que la mujer vestía un pantalón de piel marrón, igual al que ella había comprado en un mercadillo, y deportivas blancas; llevaba el pelo recogido en una coleta, con una goma de las que ella solía utilizar en comisaría para las carpetas. Regresó a la mano vacía y dibujó en su mente lo que había sostenido. «La víctima portaba un arma en su mano derecha, curioso…». Detuvo la grabación. Frey vio algo más en esa mano: un pequeño tatuaje en el dedo pulgar. Esta vez cogió su linterna y enfocó hacia la víctima; «Un trébol de cuatro hojas», se dijo sorprendida, a la vez que observaba el trébol de su propio dedo pulgar.