Bajó del autobús y se dirigió hacia el cuartel de la guardia civil. Allí, confesó su crimen y quedó sumida en un estado de shock.
Para confirmar los hechos declarados enviaron al inspector Santos quien se trasladó hasta la casa de la víctima. Era un barrio tranquilo, con calles silenciosas y poco transitadas. La puerta estaba abierta: la supuesta agresora había salido aceleradamente y tras un pequeño rellano, la estancia parecía en orden. Caminó despacio observando atentamente cualquier nota discordante en aquella partitura sin sonido. Subió al dormitorio y un caleidoscopio con su imagen le recibió a su llegada, esparcido por el suelo frente al marco ovalado y vacío de un espejo de casi 2 metros de longitud. Todo en su sitio, sin rastros de sangre, ni otras señales de violencia, y sobre todo, sin cuerpo del delito.
«Deberían haber enviado una patrulla antes de hacerme perder el tiempo», pensó. Cogió su móvil y llamó a la central para explicar la situación y preguntar si había algún error en los datos de la dirección. Todo parecía correcto. Esperó hasta que llegaron los compañeros forenses que comenzaron su trabajo de estudio con la misma sensación de inutilidad. Una vez precintada la casa, se dirigió al cuartel para un interrogatorio formal o un análisis psiquiátrico de la mujer.
Con ojeras y signos de llanto, miraba sus manos mientras su abogado no dejaba de hablarle en un susurro. Cuando Santos entró, ambos se irguieron y le observaron, una con la culpabilidad pintada en su rostro, otro con gesto de aversión por haber sido interrumpido.
Se presentó y pidió que volviese a relatar lo sucedido, verificando la concordancia de las palabras con su declaración inicial. Concordancia extrañamente perfecta, como memorizada literal. La dejó terminar y le fue realizando una serie de preguntas concretas que ella respondía magistralmente llevando cada réplica a un retorcido enlace a reproducir de nuevo su confesión. Después de muchos intentos el inspector estaba en un punto de desgana que le hizo levantarse y apoyado en la mesa, le reprendió por lo que había visto en la casa, es decir, nada: no había ningún cadáver y debería irse y recoger los cristales de su habitación, sabiendo que tendría 7 años de mala suerte.
Aquella noche durmió inquieto. Se volvía a ver en los miles de espejitos plateados. En cada uno de ellos dentro de una habitación ordenada y limpia, pero no sentía que fuese él mismo. Era alguien parecido, con su ropa, su trabajo, su vida…reflejada, pero que no era real. Y también estaba la chica, pero muerta. Despertó sobresaltado y maldijo aquel caso sin sentido que no llevaba a ninguna parte.
A la mañana siguiente recibió un aviso para ir a la misma casa. La muchacha inocente estaba tumbada entre los cristales, como si el espejo hubiese estallado frente a ella, cosa ilógica habiendo sido testigo de que el día anterior ya estaba roto…
«Deja de asustar a los demás con historias policíacas, Santos, y toma tu medicación» -dijo la enfermera del módulo de psiquiatría.