SAPO BUFO
MARÍA EUGENIA GARCÍA OCHOA | Barda Lejalde

Marquitos estaba muerto y daba mucha pena. Su pelo no era tan naranja como lo recordaba. La piel estaba ajada y seca. El cuerpo parecía el de un prisionero de Auschwitz por mucho que le hubieran vestido con traje, y las manos entrelazadas eran como garras en oración.
En el salón de la casa había mucha gente, a la mayoría no los conocía porque como hija del servicio, había dejado la finca hacía veinte años para irse a estudiar y no había vuelto hasta hoy. Tampoco había llegado a conocer a la familia de Mateo. La hija mayor era bellísima y educada, el joven señorito rubio y sonriente. La señora Larraín, a la que sí llegó a ver una vez, seguía siendo un ejemplo de clase. Mateo siempre haciendo gala de su buena suerte.
Durante el velatorio estuvo hablando con unos y otros, reuniendo información mientras esquivaba dar datos sobre sí misma. Se le daba bien sacar provecho a lo que sabía la gente. Así se enteró de la vida que los hermanos Larrain habían llevado estos últimos años, y que las desdichas de Marcos habían seguido siendo directamente proporcionales a las dichas de Mateo. Gemelos, hijos únicos de unos padres adinerados, nunca les había faltado de nada, más que el amor sincero.
La antigua señora, una madre dominante y aparentemente encantadora, era una harpía puertas adentro. Y desde que nacieron ambos, hizo gala de su preferencia por Mateo y su desprecio por el otro, al que llamaba precisamente así, el otro.
– Dile al otro que venga -decía. Y le daba unos azotes por romper el rosal del parterre, aunque sabía que había sido Mateo.
– Que el otro te de la bici ahora mismo, la compré solo para ti, Mateito querido.
– Toma dinero para tus gastos hijo, pero no le des nada al otro.
Y así siempre, con todo.
Lo de la madre loca y malvada no hubiera sido tan terrible si Marcos hubiera tenido un aliado en su mellizo. No era así pero tampoco se daba cuenta y nunca tuvo valor para sacarlo de su error. Ahora ya no había remedio.
Mateo con su carita de incapaz de romper un plato, seguía engañando a todo el mundo menos a ella. Así son los psicópatas. Siempre supo que odiaba a su hermano y era feliz haciéndole sufrir. Igual que disfrutaba torturando a los anfibios del jardín, metiéndolos en botes y haciendo experimentos en el invernadero.
No le contó a nadie que ayudaba a Marquitos a librarse de las maldades de su odioso gemelo, espiándole para conocer y desbaratar sus planes. Ni que había elegido la profesión que ejercía actualmente, para desenmascarar a otros demonios como él.
Volvió a mirar al muerto, habían pasado dos horas y las puntas de las yemas de los dedos estaban cogiendo un color entre azulado y verdoso. Metilbufotenina. La llamada “molécula de Dios” o veneno de sapo bufo.
Interrumpió el murmullo del velatorio con voz potente y dijo:
– Disculpen. Soy Clara Merino, inspectora de policía, y vengo a detener a Mateo Larraín por asesinato.