El boca a boca ha atiborrado el restaurante de curiosos y, lo peor, de policías uniformados que intimidan, aunque ya apenas preguntan por Ricardo. Un mal bicho y mi marido. En ese orden.
El agente Encinas, un joven que, desde que comenzó la investigación anda enamorado de mi hija Claudia, dice que pronto archivarán el caso; que otorgan veracidad al SMS enviado desde su teléfono móvil y que según parece, por un tema de coordenadas, repetidores o qué sé yo, ubica a Ricardo en Groenlandia. Parece que los mandos se decantan por una desaparición voluntaria. A Encinas le fascina cenar en casa y en cuanto se toma un par de vinitos es un muchacho de lengua ligera.
Qué acertado estuvo Hugo cuando dijo que introduciría el teléfono del padre en la bolsa de alguno de los chinos que deambulan con sus mapas por la T4. Sin duda, el muchacho es un lince. Desde pequeño tuvo siempre una solución para cada problema y, en cuestiones de informática y de ordenadores, es un fuera de serie. Lástima que el padre se gastara nuestros ahorros para la universidad en güisqui, vicios y mujeres. Ahora, para pagarse sus estudios, me ayuda en el matadero y trabaja los fines de semana como mozo de equipajes en el aeropuerto. Me dijo que, tras encontrar al chino perfecto y endosarle el móvil, se marchó a un locutorio del centro, hizo unas cuantas chapucillas y el mensaje de Ricardo, diciendo que se marchaba a recorrer el mundo, se envió automáticamente a la hora fijada.
Quién más me perturba es el inspector Santamaría, un policía de la vieja escuela que, desde lo de Ricardo, frecuenta el bar con asiduidad. Hasta hizo traer un equipo canino para seguir el rastro del desaparecido. Cuando los perros se quedaron plantados señalando con sus morros el congelador sentí un dolor muy fuerte en el pecho y temí que todo fuera a descubrirse. Menos mal que Claudia estuvo al quite y lanzó a los sabuesos unos pedazos del estofado que acababa de preparar.
Santamaría, un hombre maduro de sonrisa incisiva y amarillenta, poco atractivo, pelo escaso y barriga desbordante, está obsesionado en descubrir mi secreto. La primera vez que me abordó con eso del secreto me desmayé. Iba a confesar, pero por fortuna mientras me abanicaba con su pañuelo de sonarse la nariz, entendí que no se refería a Ricardo, sino a mis guisos. Y es que no se puede cocinar tan jodidamente bien, repite Claudia con frecuencia. He probado a añadirle jengibre, ortigas y vino agrio para estropearlo y alejarlo de nuestras vidas, pero aún así le gusta más. Estoy desesperada. Temo que algún trozo del asado llegue al laboratorio forense y termine descubriéndose el pastel. No tanto el pastel, sino el ADN del cerdo en cuestión.
Entretanto, capeo como puedo a Santamaría y cuando me pregunta dónde compro carne tan exquisita suelo responderle que cualquier cerdo sirve y que, como ya dijo alguien en Alabama, el secreto está en la salsa.