La comisaría permanecía cerrada a cal y canto. Aguardábamos en silencio la llegada de Sherlock. Había pasado más de una hora desde mi llamada.
— Allá viene —señaló Gameiro.
Al girarme, vi una figura pálida y desgarbada cruzando el portal entre tambaleos. Pasó la recepción, miró con desdén, a mis compañeros y eructó.
Llevaba la bragueta abierta. Un fuet, medio cortado a dentelladas, sobresalía del bolsillo de su traje de tweed.
—Madre de Dios, está peor que de costumbre —murmuré.
Sherlock se aproximó y extendí mi mano, pero él malinterpretó el gesto. Sacó el fuet del bolsillo y me lo ofreció:
— ¿…ols? —balbuceó.
— ¿Eh?
— ¿Vols? —repitió Sherlock.
Miré al oficial Gameiro con incredulidad. Él se encogió de hombros.
— Gameiro, vaya a buscarle un café y una aspirina a Sherlock.
— A ese hombre lo engaña su mujer —sentenció Sherlock, señalando a Gameiro, a quien se le humedecieron los ojos.
Quedé perplejo.
— No. Bueno, sí. Gameiro está pasando por problemas familiares, pero ese no es el motivo de mi llamada.
Sherlock comenzó a encender su pipa.
El Sargento García se puso de pie, indignado:
— ¡Está prohibido fumar!
— Mucho olor de barrufet —explicó Sherlock—. Comisario, vamos a la escena del crimen, quiero resolver esto rápido que he dejado el planxat a medias.
Lo guie a la oficina del subdirector general. Era una habitación austera, presidida por un escritorio enterrado bajo una montaña de papeles. Las estanterías suplicaban por la atención de un plumero. En una pared colgaba el orgullo del subdirector, la medalla que había ganado en el campeonato de tiro.
— Se trata del subdirector genera.
— ¡Cabrón!
— Sherlock, por favor, es nuestro jefe. Han robado documentos muy importantes. Pruebas para condenar a criminales. Aquí sólo accede un grupo de confianza. El subdirector…
Sherlock escupió en el suelo.
—…comprobó los documentos, salió al baño y al volver habían desaparecido. De inmediato cerramos la comisaría. Revisamos cada rincón, pero los documentos no están.
Sherlock observó alrededor y clavó la mirada en una pequeña ventana.
Negué con la cabeza.
— Es demasiado pequeña para que alguien quepa, Sherlock.
— Mmm, interesante. Déjeme solo —me ordenó.
Vacilé, preocupado por la posibilidad de que Sherlock pudiera causar un incendio en el edificio con su pipa.
— Sólo cinco minutos, y no rompas nada.
Salí de la habitación. La espera se hizo interminable. Después de 20 minutos, volví a entrar y encontré a Sherlock dormido en un rincón.
— ¡Sherlock!
Se incorporó como pudo.
— Aquí tiene los documents. Creo que se me ha caído una mica de saliva encima.
— Pero… ¿cómo? ¿Quién los escondió?
Temí que Sherlock se fuera a dormir la mona sin darme explicaciones, como era su costumbre. Esta vez se apiadó de mí.
— Estaba pegado tras la ventana. La carpeta tiene el mismo color del edificio por fuera. Por eso esperó hasta el anochecer.
— Pero… ¿quién lo hizo?
— El gos que se quejó por mi pipa. Tenía rastros de la pintura gris en las uñas. Sus huellas estarán en la pared y en esta carpeta.
Lo miré con admiración mientras se alejaba todavía con la bragueta abierta, sin darle importancia a que faltara en la pared la medalla del subdirector y que en su lugar colgara lo que quedaba del fuet de Sherlock.