Era evidente que en el salón de aquella casa había tenido lugar un episodio de extrema violencia. Sherlock entró cuando me disponía a examinar el cuerpo que yacía sobre la alfombra. Estiré la mano para saludarlo, pero él me ignoró por completo.
– Sherlock, gracias a Dios que llegaste –dije–. El médico dice que lleva muerto tres horas.
– Obviamente mientes -contestó con la superioridad de quien se sabe en lo correcto- el médico no puede llevar tres horas muerto si te ha hablado.
– No, no el médico. El muerto. El muerto lleva dos horas muerto.
– ¿Dos? -preguntó levantando una ceja con suspicacia.
– Tres, perdón.
– Mmm. Entiendo –dijo Sherlock, aunque daba señales de no entender. Intentó ocultar un bostezo mientras echaba un vistazo alrededor. Olía a vino y a tabaco. Las manos le temblaban.
Pasó casi un minuto hasta que sus ojos dieron por fin con el cadáver a mis pies. Se rascó lentamente la barbilla.
– A este hombre… A este hombre le han disparado en el pecho.
Asentí. Eso era obvio.
– Caso resuelto, me voy a dormir. Tengo una resaca que no se la desearía ni a Moriarty –declaró Sherlock mientras se volteaba y se dirigía hacia la puerta.
El sargento García se frotó la cabeza. Gameiro dejó de sacar fotos. Yo no daba crédito.
– Sherlock, por favor, espera. La cuestión es quién lo ha asesinado. Y por qué.
Sherlock resopló.
– No puedes irte, necesitamos hallar al culpable.
– ¿Es que todo lo tengo que resolver yo? –vociferó.
Me dieron ganas de pedirle disculpas, pero no sabía muy bien por qué.
– ¡Me tienen hasta aquí, hasta aquí! –gritó Sherlock, abalanzándose hacia mí como un poseso, y esquivando de milagro una lámpara que el asesino había tumbado, probablemente, en su huida.
Gameiro volvió a sus fotos para desentenderse de la situación. El sargento García fingió inspeccionar algo muy interesante bajo la mesa.
– ¿Sabe cuánto dormí anoche? –me preguntó Sherlock.
Yo no lo sabía.
– ¡Nada! Cero –enfatizó el número creando un círculo con el pulgar y el índice–. El asesino es siempre el mayordomo, coño. Estas son cosas de primero de elemental.
– ¿Querido Watson? –completé, por reflejos.
– Muy gracioso, comisario. Muy gracioso. ¿A que no sabía que ese cabrón de Watson se fue con mi mujer? ¡¿O lo sabía?! –gritó, mientras me golpeaba con su dedo en el pecho.
Retrocedí. Sherlock estiró los brazos con intenciones de sacudirme, pero tropezó y chocó contra una pared. El golpe no fue tan fuerte, pero el ruido reverberó en toda la estancia.
–¡Mire comisario! ¡Ahí! – señaló Gameiro.
En el sitio donde Sherlock había impactado se insinuaba la arista de una puerta camuflada.
Sherlock se sentó en un sillón.
–No me siento bien – confesó, aunque estaba bien sentado.
El sargento García forzó la puerta oculta que Sherlock había descubierto. Dentro, en un habitáculo no mayor que un armario, encontramos al asesino, temblando. No opuso resistencia.
Mientras lo esposaba, observé cómo Sherlock, nuevamente victorioso, se retiraba arrastrando los pies, entre quejidos, encaminándose hacia el merecido descanso que tan noblemente se había ganado.