Afuera nieva. No se oye respirar al aire, impregnado de un mutismo espeso que magnifica los ruidos del interior de la casa. La casa que, como un pulmón encharcado, emite sonidos extraños [chic-chac, chic-chac]. Será, piensa él, desde la calidez de su cama, el frigorífico o el calentador del agua o los radiadores que han comenzado a enfriarse. Se levanta. Desciende de puntillas por las escaleras heladas, a oscuras. Camina a tientas mientras evita tropezar con los bultos informes que saludan desde cada esquina. Tira del cordón que enciende la luz de la cocina y un parpadeo amarillento golpea con fuerza sus pupilas cansadas. Chic-chac, chic-chac // ese sonido ilocalizable de pulmón quebrado por el humo de muchos cigarros. Él arruga el ceño. Apaga la luz que tirita, imprecisa, en la cocina. Regresa al pasillo. Se detiene allí y golpea con la punta del pie descalzo [punta del pie fuerte, precisa, contraria a la luz] el bulto que se mueve bajo la moqueta gris del suelo. El ruido de estertor cesa.
El inspector de policía sube las escaleras con parsimonia y deja que el sueño le agarre lentamente mientras su teléfono se llena de mensajes que no comprobará hasta el día siguiente: «Otro desaparecido. Mismo MO». «El jefe te quiere en su despacho a primera hora».