— No sirves para nada, nunca has sido un hombre de verdad. Mira tu hermano, triunfando en la vida, en cambio, tú, un perdedor, un miserable apocado. Ni para follarme sirves.
Fueron sus últimas palabras.
El martillo que cogí de la caja de herramientas se incrustó en el cráneo de Ana, me costó desencajarlo de su cabeza, tuve que pisarle la boca haciendo palanca y tirar de él con todas mis fuerzas para que saliera. Había sangre, mucha sangre, minúsculas gotas salpicaban su utilitario. Lector enfermizo de novelas policíacas, había imaginado mil formas de acabar con su vida, pero nunca pensé que la ira me hiciera coger aquel atajo. Limpiarlo todo, borrar mis huellas, no iba a dejar que me siguiera arruinado la vida después de muerta. Si denunciaba su desaparición registrarían mi casa, siempre buscan la culpabilidad en los familiares, tenía que deshacerme de su cuerpo.
Me puse unos guantes y lo limpié todo, el coche, el suelo. La trocearía, sí.
No tenía mucho tiempo si quería parecer verosímil. Conduje su coche hasta una carretera perdida, allí lo abandoné junto a su móvil. Volví caminando con la esperanza de que algún conductor me parara. Sabía que las estaciones de tren y autobús siempre están vigiladas por cámaras, yo nunca había estado allí.
Dios, cuánto tiempo tardaba en cocinarse, sus huesos relucían en el guiso, olía bien, pero no pude probarlo. Separé la carne, menos mal que Ana era menuda, aun así, serían quince kilos de carne por lo menos. Eran fiestas en el pueblo, la gente llevaba platos para la comida de hermandad. Estuve casi dos días cocinando; empanadas, pastel de carne y estofado con setas. Tenía todo muy buena pinta. Los huesos troceados de un tamaño de cuatro dedos se los iba dando a los perros callejeros, aquello consumió otro día más. Al cuarto día comuniqué su desaparición
Al sexto día la gente se extrañó al verme llegar a la fiesta, cargado hasta los topes de comida. Esta se iba dejando en mesas allí dispuestas para que la gente la disfrutara. En un pueblo pequeño las noticias vuelan, preguntaron por Ana. Todo el mundo compartía mi congoja. Yo me limité a disculparme, mi estado anímico tras su desaparición no era el mejor. Dejé la comida y me fui, aunque aún pude recibir halagos sobre mi pastel de carne.
Me llamó Lucas, mi cuñado, diciéndome que las empanadillas habían quedado segundas en el concurso gastronómico. Ganó la policía, el sargento Manolo Amaro, era un gran cocinero, siempre se llevaban el primer premio.
Esa misma noche, se presentó en mi casa el sargento Amaro acompañado del cabo Agramunt.
—Sí, ¿qué querías, Manolo? ¿Sabéis algo de mi mujer?
—No de momento, ¿Hiciste tú las empanadillas Leandro?
—Sí, ¿a que estaban buenas?, me ha llamado mi cuñado, casi os gano – le contesté de forma campechana, Amaro y yo habíamos estudiado juntos.
No dijo nada, solo sacó de su bolsillo un anillo con una inscripción:
Ana y Leandro
06-07-92
Siempre Juntos