El todoterreno giró por la penúltima carretera del puerto. Almacenes y naves industriales abandonadas se erguían silenciosos a ambos lados, mientras caía la tarde. El detective Gary Krieger escudriñaba en busca de algo fuera de lo común, mientras su compañero Shaun se distraía con la radio. Tantos años en el cuerpo para que le asignaran a alguien que podría pasar por el inspector Clouseau. Aquel caso era un rompecabezas, las desapariciones de indigentes siempre lo eran. Y más cuando toda la comisaría prestaba apoyo a los federales con el secuestro de un niño rico. Un confidente le había soplado que la zona abandonada del puerto se había vuelto peligrosa, y Krieger decidió seguir su instinto y probar suerte.
Frenó el coche y aparcó en un margen. Alto, delgado y parcialmente canoso, señaló en silencio al almacén que habían pasado cincuenta metros atrás. Sin luz y legalmente abandonado al igual que el resto, era el único que tenía todas las ventanas intactas.
Se acercaron sigilosamente a la puerta, de acero, demasiado nueva. Subido sobre un contenedor, Krieger vio una luz roja parpadeante. Suficiente para investigar por allanamiento. Forzó la cerradura con habilidad y entraron a un cavernoso espacio en penumbra. Un nauseabundo olor a químico los envolvió. Los haces de sus linternas revelaban lentamente una estancia casi desierta con tan solo unas docenas de bidones, viejas estanterías y sillas. Se percató que ya no escuchaban ningún ruido del exterior, el almacén estaba insonorizado. Caminaron despacio hacia el fondo, donde había una oficina acristalada y bajo una luz roja de emergencia, unas escaleras descendían en la oscuridad. Acercándose a las sillas comprobaron que disponían de grilletes. Con un siniestro presentimiento, el detective abrió la tapa de un bidón y descubrió el horror. Un cráneo humano, disolviéndose en ácido. Su compañero pidió refuerzos cuando se recompuso de las arcadas. Ambos desenfundaron sus armas, allí ocurría algo mucho peor de lo que pensaban. Con el pulso acelerado, avanzaron hombro con hombro hacia las escaleras. “Una secta, o un cártel” pensaba Krieger. Descendieron hasta otra puerta hermética. Se prepararon en el umbral, y entraron pistolas en alto.
Se vieron momentáneamente cegados por los focos que había en los extremos de la sala. En el centro, el joven secuestrado a quien todos buscaban, se encontraba muy magullado, atado a una de las sillas. En el suelo yacía un cuerpo inerte sobre un charco de sangre. La interrupción de los policías había cogido desprevenidas a cuatro personas que rodeaban la carnicería y ya se revolvían para disparar a los intrusos. Un breve tiroteo ensordeció la estancia. Krieger había abatido a uno, y su compañero, rodilla en suelo, a los otros tres. El silencio reinaba y se percataron que estaban completamente rodeados de cámaras, aquellos hombres estaban grabando la mutilación de sus víctimas. El detective recordó aquellas prácticas de un curso de ciberdelincuencia. Era un plató de tortura y muerte. Esa gente no cometía errores, aunque hubieran resuelto un caso, les tocaba averiguar quién había traicionado a esos monstruos.