SIRENA DE CIUDAD
Jaime Gutiérrez Rueda | Terco Sapiens

El metano liberado por el cadáver hacía burbujear la sopa de almejas en la que tenía hundido el rostro. Sentado frente a su plato, el cuerpo estaba hinchado como un pez globo y los brazos colgaban como dos congrios en una lonja.
Llevaba entre tres y cinco días de sobremesa con el paladar atravesado por un cuchillo de pescado bañado en oro; posiblemente, lo único con algo de valor que no se habían llevado.
El pensamiento de la detective asignada al caso, antigua compañera de la víctima, navegaba entre la pena y los clichés acerca de los polis y su jubilación.

Algunas semanas atrás, el expolicía pasaba sus dedos artríticos sobre la chapa metálica del telefonillo. Junto al botón de uno de sus vecinos, una pequeña marca realizada con algo punzante —¿unas llaves?— parecía carecer de la aleatoriedad del borrón, de la chiquillada. Le vinieron a la mente, a bien seguro por defecto profesional, las historias que circulaban por comisaría sobre la simbología que los «amigos de lo ajeno» empleaban en las casas para facilitar la «pesca»; y aunque le escamaba, era más razonable pensar que algún repartidor con alma de dibujante había marcado el piso del único vecino amable que tenía a bien abrirle la puerta del portal.
Claro que, con la segunda marca, aquella teoría nadó mar adentro hasta desaparecer junto al resto de conjeturas buenistas.
«Emplean hilillos de silicona o cachitos de plástico entre el marco y la puerta para conocer la actividad de la vivienda —le explicó su antigua compañera en el cuerpo—. No te alarmes, viejo lobo, esos glosarios piratas de los que hablan en televisión, no son más que un bulo».
Pero la marea siguió subiendo y la tercera marca sobre el metal echó a los tiburones la calma que la información trajo, empujando al hombre a bucear en Internet hasta dar con las traducciones del «barquito de papel», las «tres olas» y el «anzuelo», los tres glifos del telefonillo: «mujer sola», «noche en calma» y «listo para el abordaje», respectivamente.
Zozobró.
Su espíritu protector remolcó su cuerpo escaleras arriba, dos plantas, cinco brazas, más de once varas castellanas. Llamó a la puerta, y al poco asomaron unos pantalones de lentejuelas verde esmeralda a juego con dos ojazos que iluminaron el rellano y formaron un tifón de estímulos que arrastró el «¡Barracuda!» de los Heart sonando al fondo del salón y le puso pingando.
Zozobró de nuevo, y el mareo fue de tal calibre que cuando volvió a sentirse los dedos de los pies, estaba sentado a la mesa de su vecina tratando de calmarla, prometiéndole pasar allí la noche, troceando la cena con fina cubertería dorada y ron alegrando su garganta; saboreando la jubilación por vez primera.
Las aguas de su interior se apaciguaban con el simple hecho de mirarla.
Sentía un profundo agradecimiento por el repartidor o los ladrones o quien fuese que había conseguido directa o indirectamente salar su plato y reflotar su vitalidad, como sala y reflota el mar Muerto.