SÓLO DOS MINUTOS
Juan Manuel Gordo Agras | Xota

La calle era un caos, con el sonido incesante de las alarmas de los coches y los escombros por todas partes. El corazón del Subinspector Tedax Cesar Couso se hundió en el pecho cuando, al volverse, vio cómo el piso donde había dejado a su compañero Salcedo, saltaba por los aires.
Esa mañana, el teléfono de servicio lo había sacado de la cama más temprano de lo habitual. Al otro lado de la línea, una voz desesperada de mujer le había pedido ayuda.
— ¿Eres tú, Teresa? ¿Qué pasa? ¿Dónde está Salcedo? — preguntó Couso, reconociendo la voz de la esposa de su compañero. Habían trabajado juntos durante más de dos décadas y sabía que algo andaba mal.
Couso apuró las calles con la furgoneta de servicio hasta la casa de su compañero. Subió las escaleras, la puerta estaba abierta y entró sin llamar. Encontró a Salcedo en una silla, con un extraño artefacto pegado a su pecho y cuello. Teresa lloraba a su lado.
— ¿Qué te han hecho, Salcedo? — preguntó Couso, arrodillándose ante su compañero y examinando el artefacto con atención. Salcedo parecía en shock, con los ojos vidriosos.
— Ya no hay vuelta atrás, Cesar. Lo siento. — contestó Salcedo.
Couso se negaba a creer lo que estaba pasando, con las manos en la cabeza, caminaba de un lado a otro del piso intentando pensar.
— Saca a Teresa de aquí cuanto antes – volvió a decir Salcedo. Couso llevó a duras penas a Teresa hasta el descansillo logrando que se quedase allí y volvió a entrar.
— Voy a hacerte una radiografía, quiero verle las “tripas” al artefacto — dijo apurado Couso. — Solo tardaré un minuto en bajar y coger el equipo de la furgoneta.— añadió.
— No hay tiempo, Cesar.
— ¿De qué hablas?
— ¡De que no hay tiempo, coño! ¡Tenéis que iros de aquí ya! — Couso lo miraba dudoso.
— ¡Salcedo no me jodas! ¡Dime como te quito esto de encima!
— ¿No lo entiendes? ¡Ya no hay vuelta atrás! — gritó Salcedo. — Lo siento… no tenía más remedio — murmuró bajando la cabeza.
Couso lo miraba con ojos entornados buscando los detalles en su compañero. Se hizo un silencio corto.
— ¡No me lo puedo creer! ¡Lo has hecho tú! ¡Te dije que esos negocios te traerían problemas! — gritó Couso enfurecido, con lágrimas en los ojos. — ¿Por qué así? ¿No había otra forma de quitarte del medio? ¿Porqué has esperado a que yo estuviera de servicio? ¡Dímelo! ¿Por qué yo?
— ¡No había otra forma Cesar! ¡creeme!. — miraba fijamente a su compañero. — ¿Cuidarás de Teresa y los niños? — preguntó casi suplicando. Couso asintió con la cabeza. Ahora ambos lloraban. Hubo un silencio largo.
— Sólo dos minutos — añadió Salcedo mirando el reloj de la pared. Couso se enjugó las lágrimas para ver a su amigo y compañero por última vez. Bajó corriendo las escaleras con Teresa y cruzó la calle, sabiendo que su vida cambiaría para siempre con la explosión que no tardaría en llegar.