La noche se ha mudado. El sol calienta los cristales sucios de un cuarto repleto de sudor seco y me pesan los ojos. Los días se suceden uno tras otro como las hojas de los árboles caen. Despacio pero irremediablemente condenados a extinguirse. Así es cómo levanto mi cuerpo de la solidez de un colchón demasiado barato para ser bueno.
El café frío me despide de los sueños y consigo abrir los ojos a un mundo hostil. Los demás no lo saben por que están concentrados en sí mismos pero se reflejan en espejos de miseria y banalidad coloreada. Los días son solo eso: un retirar la cortina, salir afuera y volver a esconderte después de los aplausos. Que sonrisas más graciosas las que me esperan tras la puerta…
Debato conmigo misma, todos los días, si realmente algo merece la pena. Si solo se trata de una ficha más en esa pseudoevolución existencial que no lleva a otro lugar que a la muerte. Solo quiero follar. Solo quiero follármelo sin más.
La luces de las calles se mantienen encendidas aunque el sol se asome al otro lado de ese montón de apiñados edificios viejos, construidos para callar las hambrientas bocas de una, ¡no! varias generaciones de trabajadores sometidos al régimen del “todo por la patria”. ¡Qué lastre!
Siento asco. Y solo porque todos me miran. Levanto la cabeza y alzo mi silueta: “mirarme sucios cerdos adoctrinados, solo quiero follarme a uno” me digo con una sonrisa falsa que la pandemia esconde bajo petroleo hilvanado.
Que fidelidad la mía, que condena más extraña ésta, la que me mantiene a la espera de ese deseo irreconciliable con el día a día. Es la paciencia la que me mantiene en las trincheras, la que rebota las minas y las granadas de comentarios llenos de soberbia y prepotencia. No sirve de nada un tono conciliador cuando lo único que quiere mi cuerpo es follarlo como no se lo han hecho antes. Solo quiero eso y nada más.