El corazón lo halló un feligrés, según él aun palpitando, a primera hora de la mañana en el pórtico de acceso a la Catedral. En un envase de vidrio cubierto de formol y con una nota manuscrita en su exterior que decía «Amor de mis entrañas, viva muerte».
Era la segunda vez en menos de un mes que se hallaba un corazón humano en un lugar público. El anterior apareció con un envase idéntico y la misma pulcritud macabra, pero con otra nota manuscrita que rezaba “esta luz, este fuego que devora”.
El desconcierto había asolado la calma de una pequeña localidad del norte. El silencio castellano era ahora rumor, bullicio de sirenas policiales y flashes de cámaras. Las autoridades y los efectivos policiales estaban desconcertados.
– Sólo podemos precisar que ambas víctimas son mujeres, afirmó la inspectora jefe Amelia Méndez en su primera comunicación ante los medios. El corazón de una mujer pesa unos 250gr, un 10% menos que el de un hombre de complexión normal. Por el momento no podemos avanzar más datos de la investigación.
Amelia era una mujer circunspecta, excesivamente seria y profesional. Se había ganado el respeto de sus compañeros y de todos era sabido su interés por medrar en la profesión por méritos propios y no por lo que también se sospechaba. Su sabida relación extramatrimonial con la comisaria Ríos.
Las investigaciones avanzaban despacio. Se revisaban las pocas pruebas que se disponían, se entrevistaba a posibles testigos, pero ningún dato, ninguna huella, nada que ayudara al esclarecimiento de los hechos. Sin duda el autor de tamaña atrocidad se había ocupado de ser muy pulcro. Ni siquiera aquellas enigmáticas notas tenían ningún vestigio de su autoría.
Una semana después del hallazgo, Amelia Méndez recibió un mensaje anónimo de WhatsApp. Le indicaba una dirección y le adjuntaba una foto de un folio en donde podía leerse “Quiero llorar mi pena”. Ven sola, al alba.
Esa misma mañana, el oficial Ramos, un tipo querido y respetado aunque con el calificativo de “rarito” colgando de sus hombros por su afición casi obsesiva por la poesía creyó encontrar la conexión entre las notas manuscritas. Fue corriendo a las estanterías de su salón y cogió un libro, “Sonetos del amor oscuro” una edición no venal y clandestina, de los poemas que Federico García Lorca no pudo publicar en vida y que alguien se encargó de publicar en los años 80. Efectivamente, dos de ellos comenzaban con los versos aparecidos en los corazones. Agitado por su hallazgo, pensó también en los nombres de las víctimas. Angustias y Magdalena, pero también en el de su jefa, Amelia. Todos los nombres coincidían con los de las hijas de Bernarda Alba.
Un escalofrío le erizó el poco vello que le quedaba y llamó de inmediato a sus compañeros. Apenas pudieron atenderle, estaban muy nerviosos. Un tercer corazón había aparecido esta vez en un parque infantil. En la nota podía leerse “Quiero llorar mi pena”.