La muerte de Valentina fue una fatalidad del azar, o eso dijo la policía. La conocí en una aplicación de contactos. Yo vivía en Madrid y ella en Oporto. Tardamos seis meses en decidir encontrarnos. Yo viajaría allá el primer fin de semana de primavera; cinco días antes, ella salió corriendo de un callejón y un tranvía la arroyó.
Quedé destrozado. En diez años no había conocido a nadie con quien pudiera encajar tanto. Pensé hacer el viaje para dejar flores o algo así. No me atreví porque aquello me ataría a alguien que en realidad no había conocido.
Meses después, la curiosidad me hizo buscar su dirección en internet. Salió una página en que podía visualizar la calle. Vi su portal fotografiado desde un auto en movimiento. Era una calle estrecha y adoquinada. El sol estaba bajo y los pocos locales, cerrados; debía ser domingo de mañana. Giré alrededor y vi una chica alejándose por la acera. Avance unas fotos por la calle, hasta estar a su altura. Era Valentina. Tenía la cara emborronada, pero no dudé que era ella.
La seguí, saltando de foto en foto. Un hombre salió de otro portal, con la cara también emborronada. Era corpulento y vestía vaqueros claros y camiseta suelta. La siguió. Tres fotos más adelante, ella se dio cuenta y aceleró. Él aceleró más y se le acercó. Valentina desapareció en una bocacalle y él deapareció tras ella.
Seguí avanzando fotos y girando en varios cruces, hasta dar con el otro extremo. Había un tranvía detenido y una docena de personas arremolinadas a su alrededor. A la salida de la bocacalle se veía al hombre con la cara borrosa. En la siguiente foto había desaparecido.
Llamé al 091 y les conté lo que había descubierto. No me hicieron caso más que por formalidad. No pude dormir en semanas. Al fin, me monté en mi coche y viajé seis horas hasta Oporto. Cuando llegué al lugar, no sabía qué hacía allí. Lloré y me dediqué a deambular hasta que di con el portal. Un piso estaba en alquiler. Supuse que era en el que Valentina había vivido y donde nos habríamos encontrado.
Cuando volvía hacia mi coche pensando en regresar del tirón, vi a un hombre fornido con vaqueros claros y camiseta holgada. Debía ser él, el causante de su muerte. Quise llamar a la policía, pero no podía probar nada. Por asegurarme, le seguí; para saber a dónde iba o si perseguiría a otra chica.
Tras un minuto, se percató. Me cruzó una mirada de desconfianza y cambió de acera. Yo cambié también. Cuando dobló una esquina, aceleró. Corrí y echó a correr, y cuando llegó a otra calle, vi pasar veloz un tranvía y oí un golpe seco y un chirriar de raíles.
Me asomé. Había muerto en el acto. Por miedo a ser acusado, regresé de inmediato a Madrid. En el viaje comprendí que nunca iba a saber si aquel desgraciado fue quien persiguió a Valentina, o si todo había sido una fatalidad del azar.