Sudoroso, jadeante, empujado por el pánico, avanzaba rápido entre la cortina de agua que inundaba las calles suburbiales de aquella maldita ciudad. Habían abierto la batida y él era la pieza.
Yo estaba allí, lo seguía desde hacía tiempo porque sabía que me llevaría al despiadado Jaro, dueño de la noche, de las drogas y de las chicas con las que traficaba de forma inmisericorde.
Aquel desgraciado les debía dinero, yo lo supe porque conocía a su mujer. Fue amiga mía de toda la vida y algo más. Cuando se dio cuenta de que estaba casada con un inútil ya era demasiado tarde y venía a que yo la consolara. Pero no me arrepiento, nuestra relación era clara y sin engaños. Ella me ayudaba a mí a sentirme hombre y yo a ella a sobrellevar una vida vacía con un marido entregado al juego y la coca.
Aquello saltó por los aires el día que cayó por un precipicio subiendo una montaña con un grupo de locos que, como ella, trataban de evadirse de todo su infortunio. Pero unos lo consiguen y otros no. De aquello hace ya casi ocho años, tiempo en que su hija, que conocía nuestra relación y me veía a mí más como a un padre que a su propio padre, se hizo adulta aun siendo adolescente, por todo lo que sus ojos habían tenido que ver.
Aquel día Julia, que se llamaba igual que su madre, me llamó desesperada. Su padre daba síntomas de haber vuelto a las andadas, estaba nervioso, más bien “atacado”, como ella misma lo calificó, y había estado rebuscando por todos los cajones y rincones de la casa hasta que lo encontró. Era lo único que les quedaba ya, por eso ella lo había escondido todo lo bien que pudo.
Ese mal padre pensó que solo el anillo de su difunta esposa, robado a su pobre hija, podría conseguirle el dinero que debía al delincuente, al que yo buscaba por un caso de trata de blancas para el que me contrató una familia por la desaparición de una menor.
Por la noche, en el siniestro garito donde se organizaban las timbas, se jugaría los seis mil euros que le dieron por la joya. El tiempo había expirado. Jaro le dio un ultimátum, o pagaba con dinero o pagaba con su vida. Y lo que decía el mafioso se cumplía, ¡vaya que si se cumplía!, bien lo sabían todos los desventurados que por una u otra razón le habían fallado.
Una sola apuesta, una sola tirada. Era lo acordado en la partida. Solo una oportunidad. Solo, como siempre solo, con sus vicios, con su miedo y con su soledad. Un miserable que solamente había arrastrado por la vida infelicidad y desdicha.
A medianoche los dados saltaron violentamente sobre la mesa. Era el presagio de la que podía suceder.
Y sucedió.
Quién la ha sufrido sabe que la violencia no se detiene hasta que termina su trabajo.