Nunca me he considerado una persona que tuviera la costumbre de escribir, y mucho menos con talento para ello. Y, sin embargo, no puedo explicar ese impulso que me ha llevado a dejar constancia por escrito de aquella experiencia, relacionada con aquel triste suceso acaecido en la Calle Quintín Benito de San Cristóbal de La Laguna.
Cuando leí la noticia en el periódico, me impactó la frialdad con la cual se relataron los hechos, decía: “investigadores del Equipo de Delitos contra las Personas de la Guardia Civil se han personado en la calle lagunera de Quintín Benito a primera hora de la mañana, después de que algunos vecinos alertaran sobre la posible comisión de un delito, al encontrar manchas de sangre en la acera, que conducían hasta la entrada de un edificio en el que encontraron un rastro que les llevó hasta la puerta de una de las viviendas. En la mencionada vivienda residía una mujer, de edad comprendida entre 20 y 30 años, estudiante de la universidad…”. ¿Quién iba a decirme que me encontraría con uno de los implicados?
Entonces estaba en el último curso y no pensaba más que en terminar los exámenes, obtener mi título y a otra cosa. Ni siquiera me percaté de que nuestro último compañero de piso, ese que apenas se relacionaba con nosotros, se había mudado poco después de aquello.
Poco a poco, me gané su confianza y, una noche, cuando volvía de tomar unas cervezas, lo encontré sentado en el salón, con las luces apagadas y mirando por la ventana con aire intranquilo y abstraído. Advertí que encima de la mesa había una citación judicial. Me aproximé a él con paso lento. Creo que no reparó en mi presencia hasta que le hablé:
– ¿Disfrutando del paisaje? – Pareció volver a la realidad.
– No sé para qué me han citado, ya lo conté todo en comisaría. – Intentó en vano ocultar su frustración. – Yo conocía a esa chica. Vivíamos en el mismo edificio, y sé lo que pasó, aunque no me crean. – Permanecí callado y atento. – Todo fue culpa de su novio, ella era una chica muy simpática, y él me dejó claro que lo mejor para mí era no meterme en asuntos ajenos. Saltaba a la vista que tenía asuntos de drogas. Quedaban en el parque de enfrente por la noche. La iluminación no es muy buena. Y allí le pasaba bolsitas que ella guardaba en su habitación. Se engañaba a sí misma pensando que era algo inocuo. Aquella noche observé por la ventana. Ella besó a ese desgraciado y volvió al piso. Entonces vi a alguien que salió de su escondrijo y empezó a seguirla. No había nadie más en la calle. Ella tuvo que oír pasos y el susurro, porque entonces se dio media vuelta. A la mañana siguiente empezó esta tortura.
– ¿Y eso es lo que contaste a los agentes?
No se lo dije, ¿pero cómo pudo él escuchar un susurro desde la ventana?