La tos casi perenne que le acompañaba desde ya hacía dos semanas empezaba a resultarle molesta hasta para trabajar. Aun así, decidió encender otro cigarrillo haciendo pantalla con la mano izquierda, como tratando de acariciar el fuego con la palma. La primera bocanada de humo le hizo volver a sentirse vivo. Al apagarse la leve luz de la cerilla, solo se podía ver en la oscuridad la tenue brasa titilante. Asomó la cabeza tras la esquina para comprobar que sus compañeros seguían apostados cada uno en su lugar. Pudo observar alguna leve luz más, como la de su brasa. Desde que se había prohibido fumar en los edificios públicos, muchos de sus compañeros habían prescindido del tabaco y tan solo lo utilizaban en estas situaciones.
El ruido del motor del coche parándose en la puerta del edificio que veía a tan solo unos metros de su esquina activó todos sus músculos. Su mano derecha acarició el arma en su bolsillo hasta llegar al percutor que ya estaba preparado para hacer su trabajo en cuanto le fuera requerido. Encontró al tacto el seguro y lo retiró con la delicadeza con la que hubiera acariciado a su pareja.
Ella bajó primero del vehículo y un instante después apareció la masa corpulenta de su objetivo, un hombre enorme de cabeza rapada y profunda barba teñida de negro que apenas dejaba ver su rostro, como si hubiera nacido de toda su cara al tiempo. Se aproximaban un tanto tambaleantes hacia el portal recorriendo los pocos metros de acera con poco tino y menor coordinación. Era evidente que el alcohol hacía estragos en sus cabezas.
Como activados por un resorte sus dos compañeros y él mismo salieron dando pequeños pasos silenciosos hasta que, a menos de quince metros del objetivo, aceleraron al tiempo que sacaban a la tenue luz de la farola sus armas. El más joven de ellos ya encañonaba al conductor del vehículo, que torpemente trataba de sacar un arma de su bolsillo con el cañón del arma del otro a menos de medio metro de su nariz. Él mismo y su otro compañero apuntaron directamente a aquel tremendo ser humano. En su fuero interior pensaba que, llegado el momento, no podría fallar un disparo tan franco.
– ¡Quietos, policía! – Gritó su compañero mientras trataba de tener un ángulo distinto al suyo.
– ¡Las manos dónde las vea con claridad!
Pasaron apenas segundos que a los dos agentes les parecieron eternos. El enorme hombre que tenían delante empujó a la chica que se dio de bruces con la acera mientras sacaba como por arte de magia una enorme arma del interior de su abrigo. Era un arma de repetición y los dos agentes casi al unísono apretaron sus gatillos. Dos disparos cada uno. Certeros. Una ráfaga alocada surcó desde el suelo hasta el cielo apagándose al caer.
-Terminado -, alcanzó a decir su compañero.
– Menudo montón de papeleo nos espera – acertó a contestar él.
No se sentían bien, pero si aliviados de estar vivos.