Tardes y lápices
María Teresa Burguillo Escobar | Zarzamora

Por aquella fecha, yo solía pasar las tardes en el Ateneo pensando en mi tesis. Escribía poco. Acostumbraba disponer varias páginas sobre el pupitre nada más llegar, cada una con un comienzo distinto. Lo primero que hacía era leerlas todas. Seguidamente, una reivindicación total de mi enfoque lingüístico me infundía la energía suficiente para ponerme a cazar conceptos con palabras. A ello dedicaba los minutos sucesivos. Sin embargo, cuando sentía que me aproximaba a la idea raíz, un nerviosismo mareante se apoderaba de mi cuerpo y tenía que cerrar el ordenador y marcharme. «Mañana lo apuntaré, hoy es bastante con soñar la idea», me decía escaleras abajo. Marcos me incitaba a no parar en esos momentos, «si no lo anotas, será tiempo perdido», pero yo me resistía. Me sentía inmensamente feliz así, satisfecha contemplando mi nebulosa lúcida. Solo de este modo respetaba la idea como yo creía que se merecía, sin ataduras ni fijaciones, como un cometa que solo puede expresarse con un ¡ay!
Hice una tesis sobre cómo hacer una tesis. Escribía sobre el modo en el que se escribe. Tenía veinticinco años cuando vivía completamente sola en el barrio más antiguo de la capital y usaba mis días para desgarrar cada pensamiento sobrevenido. Me dieron la beca del doctorado por un proyecto sobre descuartizar palabras infringiendo la mayor tortura posible. Fue entonces cuando mi mente comenzó a oxidarse y yo dejé de hablar. Recuerdo que la conserje me miraba con ternura maternal cada vez que me veía entrar con mi mochila cargada de palabras muertas.
Los últimos días, al salir, recorría la manzana varias veces. Iba pensando «la puerta, la piedra, la calle, la puerta, la piedra, la coche, la calle, lo piedra», miraba arriba, dentro de los palomares, miraba al frente: la fuga de mi ciudad. La gente corría como en los talleres, como en los altares. Iba pensando por la calle que eso era algo y que debía tirar de ahí. La idea gradual e indiscreta, como el mundo, me tocó el estómago, y casi me hice prometer que cuando volviera a casa debía sentarme y tirar con mi lápiz de aquello hasta cavar en la mesa un hueco redondo donde cupiera. Sin embargo, por más que retorcí y machaqué el órgano sintiente, solo recordé «la piedra, la puerta, la calle, la piedra».
La noche en la que me quedé dormida en el Ateneo no había venido la conserje, tampoco Marcos. Fui al baño y caí desvencijada sobre el retrete por una idea agotadora que me estallaba la frente. Cuando abrí los ojos, no supe que estaban abiertos: la oscuridad y el olor a libro descompuesto invadieron mi mirada y mi garganta. Salí a tientas, pero a cada paso que daba me retenía un miedo sólido, como de mármol, como el que sentía cuando estaba frente al concepto brutal y decisivo de mi tesis. Escuché sirenas y luces intermitentes. Todo se me apareció con claridad: trozos de humanidad rotos, destrozados, piernas, troncos, brazos… ¡Solo palabras sangrantes!