Té entre detectives
Maria Elena Córdova Fernández | Leny Crovadof

Poirot estaba emocionado ante la posibilidad de conocer a tan famoso detective. Que reconociera que hubiera otro tan célebre y extraordinario como él solo podía responder a la altura del personaje.
Abrió la chirriante cancela con alguna aprensión, pues la propiedad en general no parecía muy cuidada. El gran Sherlock sería eminente, pero no su personal de servicio, estaba claro.
Una joven criada lo condujo a la sala de estar. Dos ancianos aguardaban junto a la chimenea. Ambos hicieron intención de levantarse, pero Poirot se anticipó:
– Caballeros, permitan que me siente de inmediato. Olvidé de qué modo me aprietan estos zapatos.
Sherlock sonrió con sorna, no por la aparente falta de distinción de su visitante, sino por la infantil estratagema para ahorrar a Watson y a él incorporarse sobre sus ya vacilantes piernas.
– Es usted muy amable, señor Poirot, pero esos zapatos son de una piel extraordinaria, han tenido mucho uso y, si lo que se de usted es cierto, antes se arrojaría al mar que ponerse unos zapatos inadecuados.
Los tres sonrieron cómplices.
Sherlock llamó a la criada para que trajera el té. En unos minutos la joven ya había dispuesto el elegante servicio y unas pastas caseras.
– No es su sirvienta ¿verdad?- dijo Poirot cuando ella abandonó la estancia.
Watson guiñó un ojo a su viejo amigo
– ¿Qué te dije?
– ¿Cómo lo ha supuesto, mi querido Poirot?- preguntó Sherlock.
– Oh, mon ami, estaba claro. Para empezar, esa joven, de extraordinaria belleza y sensibilidad, tiene los ojos del señor Watson, si se me permite ¿Su sobrina, tal vez?
– Sobrina nieta. De mi hermana Edna.
– Además, lleva unos pendientes que no por sencillos ocultan su valor. Granate y oro. Realzan su rostro.
Poirot alabó las excelentes pastas. Sherlock le conminó a disfrutar de ellas sin miramientos.
– Tanto el doctor como yo no podemos disfrutarlas debido a nuestros achaques.
– Yo tampoco debería. Mi médico ya hace tiempo que me recomienda prudencia.
– Los dulces creo que no le harán tanto mal esta tarde como no tomarse la pastilla que lleva en el bolsillo de su americana- sugirió el doctor Watson
Poirot emitió una especie de gorgeo complacido.
– Dígame ¿Qué me delató?
– Yo diría que las veces que se tocó el bolsillo- respondió su interlocutor.
– Y cómo observó la taza, calculando si tendría suficiente té o tendría que pedir un vaso de agua- puntualizó Sherlock.
La tarde pasó entre deleitosos alardes de observación.
Aunque Sherlock se mantenía firme y sereno, y en su ajado rostro aún vibraban sus ojos, juveniles como ascuas, el doctor Watson dio un par de cabezadas, que pretendió disimular sacudiéndose la pechera de unas migas invisibles. Poirot creyó conveniente despedirse, aunque hubiera prolongado eternamente tan grata velada. Esperaba que ambos aún pudieran recibirle unas cuantas veces en el futuro.
Se despidió, besando la mano de la joven sobrina y agradeciendo que se prestara al inocente engaño.
– No cabe duda que la edad no ha causado mella en sus pequeñas células grises- rio para sí mientras se alejaba en el coche que le estaba esperando.