El subinspector Corbacho dejó su mirada en suspenso. Un silencio frío en mitad de nada. Se encontraba, no cabía duda, ante el caso más espantoso al que había tenido que enfrentarse.
Le costaba conciliar el sueño, si bien admitía interiormente que era de noche, en la cama, cuando su inagotable imaginación trataba de hacerse compatible con la lógica de los hechos para hallar una conjetura de peso.
El breve trayecto en coche hasta la Comisaría le servía para intentar poner en orden todo el puzle. Ni el agitado monólogo de Carlos Herrera de las siete de la mañana, cargado de exabruptos contra el Gobierno de Sánchez, llamaba la atención de Corbacho esos últimos días. Sus pensamientos permanecían en estado de alerta a la espera de conectar pistas, pruebas, hipótesis, móvil…
En particular, aquel demencial testimonio, aquella declaración del supuesto autor del horrendo crimen, le resultaba lejanamente familiar, creía haberlo escuchado o leído antes y en otro contexto, pero le llevaría más de una semana relacionarlo con algo.
Al fin, una madrugada, lo sobresaltó un nombre que lo sacó de un sueño ligero y accidentado, digamos interruptus, a causa de los berridos, golpes y risotadas que provenían del piso superior, alquilado por un grupo de ingleses que gustaban del flagelo hepático fijo discontinuo, de la contaminación ambiental por humo de tabaco y otras sustancias, y de las micciones de larga duración desde su terraza a la del subcomisario, fruto de tantas horas de narcotizante bebercio. Nunca quiso ejercer ni malgastar autoridad con una panda de borrachuzos, pues valoraba el anonimato que le dispensaba vivir entre extranjeros de alquiler.
En cualquier caso, los hijos de la Pérfida Albion -a los que deseaba entre risas una próspera sesión de balconing que propiciara fracturas y lesiones variadas de la que él pudiera ser testigo directo en su propio patio-, fueron sus mejores aliados.
El nombre que le vino a la mente fue el de Mark David Chapman, el asesino de John Lennon, quien, en su día, había dejado escrito: «Para Holden Caulfield. De Holden Caulfield. Esta es mi declaración», en referencia a la exitosa obra de JP Salinger, El guardián entre el centeno, que casualmente, había sacado para releer la pasada Navidad de la Biblioteca Pública, por recomendación de la eficaz funcionaria. Su relectura le dejó mejor sabor de boca que cuando, a regañadientes, le tocó hojearlo en 3º de BUP, hace ya la tira.
El agente lo tuvo claro: semejante alimaña se inspiró en Chapman. “Te quiero con todo mi páncreas” fue la ocurrencia que el abominable Garduño, presunto asesino, garabateó a mano en un raído papel a modo de tejuelo en un ejemplar antiquísimo de El dragón rojo, de Thomas Harris.
Estaba ante un nuevo caníbal de Rotemburgo, pero sin la voluntariedad de la víctima. “Tocaría revisar -pensó mientras cavilaba sobre el caso- la naturaleza filosófica del mal”. Se estremeció una vez más al imaginar la forma de mutilar al cadáver y devorar sus partes blandas.