Esa tarde yo no tenía que haber estado ahí. Debí sospecharlo cuando Manolo me lo propuso en el bar. A fin de cuentas, ¿por qué alguien estaría dispuesto a ayudarme siendo un extranjero, un ilegal? Pero fue la necesidad de sentirme útil y de tener un ingreso fácil. Por eso acepté casi sin titubear; por eso, tomé esas llaves sin apenas preguntar.
Pasar inventario, reacomodar mercancía portuaria y organizar productos de entrega eran casi todo lo que tenía que hacer. Recuerdo haber aparcado cerca del muelle, en una explanada enorme y vacía. La distancia entre el parking y el sitio era escasa, pero me pareció larguísima.
Frente a la persiana del sitio y sorprendido por la enorme cerradura que de ella colgaba, tardé varios minutos en encontrar la llave. Aliviado, giré la cerradura. Y empujé la puerta.
En medio de una sutil oscuridad, pude observar una serie de cajas amontonadas, un impermeable colgado en una de las paredes, a su lado, un escritorio sobre el que se apoyaba lo que parecía ser la silueta de un hombre. Al encender la luz, se confirmaron mis sospechas y se hicieron realidad mis miedos. Podía haberme paralizado, sin embargo, un pitido desde el fondo de la oficina anunciaba una alarma que estaba a punto de activarse.
¡Maldita sea!
¡Puto Manolo! – decía para mis adentros, mientras intentaba encontrar la fuente del sonido que anunciaba cada vez más, y con una rapidez que lograba sincronizarse con mis latidos, la inminente llegada de una sirena, y después, quizás, de una patrulla.
Empecé a buscar en todos los sitios donde podría estar una alarma. Recorrí visual y manualmente las paredes, debajo de algunas cajas, detrás de las puertas, atrás del cadáver… Durante esos segundos casi infinitos, asincrónicamente marcados por el pitido de las paredes, pude ver una serie de pesadillas interminables, un adelanto de todos los futuros posibles en los que mi vida se acababa.
Cuando el pitido se convirtió en una caótica y dolorosa mezcla de sonidos agudos supe que todo estaba perdido, pero también que no podía quedarme ahí. Prendí el impermeable del perchero, me lo puse a toda velocidad, y tomé una de las cajas. Luego, tras un portazo que intentaba ahogar el histérico sonido que de dentro emanaba, salí caminando con calma fingida y las piernas temblando. Mi disfraz de huida era absurdo, pero en esos momentos me blindaba contra el terror y me aferraba a una esperanza.
Llegué a casa con frío, náuseas y temblores. Era evidente que no podía hacer nada para librarme de lo ocurrido, mas que observar por la ventana y esperar a que no pasara nada, esperando que nadie me hubiese visto… o por el contrario, a que vinieran por mí.
Por la ventana podía verlo todo. La avenida, a los transeúntes, el bar, a Manolo salir y entrar…
Han pasado muchas semanas desde entonces. Seguiría aquí, mirando cada día y cada noche… sin embargo, desde hace varios minutos alguien no deja de tocar al timbre.